viernes, 26 de septiembre de 2008

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martes, 9 de septiembre de 2008

LECTURAS DE APOYO

DEMOCRACIA Y (CULTURA DE LA LEGALIDAD) *
Pedro Salazar Ugarte

Presentación

La consolidación de la democracia como sistema de gobierno y como forma de vida sólo puede ser posible con un efectivo estado de derecho que Ie dé sustento y con la existen­cia de una cultura de la legalidad, del permanente respeto y obediencia a las leyes que la sociedad misma se impone por consenso para su convivencia pacifica y armónica.

La legalidad es un valor fundamental de la democracia porque garantiza a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones. Y si bien en un régi­men democrático la sociedad debe apegarse al ordenamiento jurídico vigente, la legalidad también implica que tal ordenamiento pueda ser modificado a través de procedimientos legales previamente establecidos para adecuarlo a las transformaciones de la propia sociedad.

EI respeto a la legalidad no es espontáneo, tiene su origen en la cultura de las sociedades. De ahí la importancia de la cultura de la legalidad, de construir y arraigar en la sociedad el apego a las leyes para que los individuos que la conforman las acepten y tomen como suyas, como criterios de orientación para su actuar cotidiano, en un marco de respeto a la dignidad, la libertad y la igualdad.

En el presente cuaderno, Pedro Salazar Ugarte realiza un análisis conceptual sobre cultura de la legalidad y su vinculación con la democracia y el estado de derecho, y reflexiona sobre diversas particularidades de la relación de los mexicanos con la legali­dad, destacando la urgencia de un cambio cultural sustentado en la preeminencia de la igualdad en derechos que Ileve a la conformación de un contexto en el que la legalidad sea percibida y asumida por toda la sociedad como la representación del interés general.

La cultura de la legalidad es un tema que ha cobrado gran importancia en los años recientes. EI Instituto Federal Electoral publica este cuaderno para contribuir al enrique­cimiento del debate, como un aporte al conocimiento y difusión de los temas relativos a la cultura política democrática.

INSTITUTO FEDERAL ELECTORAL

*Tomado en: Salazar Ugarte, Pedro (2006), Democracia y (cultura de la) legalidad, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática No. 26, IFE, México.
Introducción

PARA EMPEZAR: UN CORTO IMAGINARIO SOBRE CUL­TURA, LATINOAMÉRICA Y REGLAS DEL JUEGO

Imaginemos el escenario: los veintidós jugadores están en el campo, el estadio se desborda de personas y pasiones, el árbi­tro no ha soltado su cronómetro desde que inició el último partido de la temporada más competida en la historia del fútbol latino­americano. Un grupo de turistas suecos observa desde las gradas el inespera­do desenlace de un juego que parecía predestinado al empate: el centro delan­tero del equipo "A" toma el balón con ambas manos, aprovecha el codazo en la nariz que su compañero Ie propinó al por­tero del equipo "B" y, después de dejar botar un par de veces el esférico en el césped, envía el balón al fondo de las redes. La mitad del estadio celebra enlo­quecida, la otra reclama airadamente. EI árbitro señala el gol, corre al mediocampo, observa a sus abanderados y sentencia con dos sonoros silbatazos el final de un partido inolvidable al que, según calcula­ban los boquiabiertos suecos, todavía Ie quedaba un cuarto de hora de juego. Hasta aquí todo resultaba extrañamente pintoresco, evidentemente falso: una extravagante broma colectiva destinada a sorprenderlos. Pero no. La verdadera anormalidad llegó cuando la normalidad se impuso: el equipo "A" recibió el trofeo, el público (una vez festejado el triunfo o lamentada la derrota) regresó a sus casas, del árbitro nadie supo nada. AI día siguiente, un periódico que les regalaron a los turistas en el avión que los llevaría de regreso a Suecia, encabezó: jJUEGAZO!

NUESTRO RECORRIDO:
¿QUÉ ENCONTRAREMOS EN EL TEXTO?

EI cuaderno que el lector tiene en sus manos pretende ser una guía de pregun­tas y no un recorrido de respuestas. Esto se debe a la complejidad propia del tema que ocupa nuestra atención y a la convic­ción de que la invitación a la reflexión es mejor que las reflexiones concluyentes. Lo que se busca con este texto es evidenciar la magnitud del embrollo conceptual que rodea al tema de la "cultura de la legali­dad" y, posteriormente, sugerir algunas reflexiones sobre la situación de tal tema en México. Para lograr esto último es ne­cesario identificar que entendemos por cultura de la legalidad y como esta se vincula con el estado de derecho y con la democracia. Para ello es indispensable entender el significado de estos concep­tos y las relaciones que existen entre ellos. Por lo mismo, la exposición tendrá que hacer cuentas con algunos nudos concep­tuales que no son fáciles de desamarrar y que, en algunas ocasiones, el lector debe­rá enfrentar sin que el texto Ie ofrezca una solución para deshilar la madeja.


Nuestro recorrido se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera se compone de tres apartados: en el pri­mero se propone un panorama del con­texto académico en el que surgen las recientes reflexiones sobre la cultura de la legalidad, se analiza el concepto de cul­tura y, particularmente, se observa su vinculación con la política así como la relación de esta última con la legali­dad; posteriormente, en el segundo apar­tado, se analiza el concepto de legalidad y se recurre a algunas distinciones para evidenciar (y explicar) que no todo "Estado jurídico" (entendido como un estado de leyes) es un "Estado de derecho" (en­tendido como un estado de derechos). Asimismo, retomando lo expuesto hasta ese momento, se propone una reconstrucción de la idea de cultura de la legalidad, subrayando las diversas acepciones que esta encierra; finalmente, en el tercer apartado se busca identificar algunas de las características que corresponden a la acepción de la cultura de la legalidad que es compatible con la forma de gobierno democrática. La segunda parte del ensa­yo, en cambio, se articula de un modo más sencillo a partir de cinco lugares comunes que orientan nuestro análisis: "México no es un país de leyes", "México no es un Estado de derecho", "Los mexicanos no cumplen con la ley", "Los mexica­nos son corruptos por naturaleza" y "Los mexicanos no son iguales ante la ley".

Este texto fue elaborado por el autor en 2004 y su publicación como Cuaderno de Divulgación de la Cultura Democrática fue aprobada a finales del año 2005.

¿ES LA CULTURA UNA VARIABLE QUE SIRVE PARA EXPLICAR EL (SUB)DESARROLLO?


Desde las décadas de 1940 y 1950 los estudios culturales y el énfasis en la cul­tura de las ciencias sociales fueron co­brando fuerza[1]. En concreto, surgieron diversos estudios que, desde distintas disciplinas (destacadamente la sociología y la antropología), indagaban el impacto que las diversas culturas podían llegar a tener en el desarrollo político y, sobre todo, económico de los diferentes países y regiones del planeta. Muchos de estos trabajos (y de los que seguirían en el tiem­po) evocaban una tesis desarrollada por Max Weber, en los albores del siglo XX, en su conocido ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo: detrás del capitalismo industrial descan­saban los valores y virtudes promovidos por el protestantismo (concretamente, cal­vinista). Por el contrario, el conformismo y verticalismo católicos habrían entorpe­cido el desarrollo del capitalismo en las zonas de su influencia. Más allá de las bondades o deficiencias de la tesis weberiana, lo que conviene subrayar es que su publicación motivo muchas otras reflexiones en tomo a una cuestión, hasta ese enton­ces, inexplorada: ¿es la cultura un factor determinante para el (tipo de) desarrollo económico de un país o de una sociedad determinada?

Tiempo después, en 1963, apareció una obra que tendría un impacto innovador en los estudios culturales: The Civic Culture, de Almond y Verba.[2] La originalidad del estudio de estos autores radicó en que se preguntaba cuál era el tipo de "cultura" política que correspondía a la democracia como forma de gobiemo. Su conclusión generó más de un debate entre los estu­dios: para Almond y Verba la democracia requería de un tipo de cultura política par­ticular, que ellos llamaron precisamente “cultura cívica”, como condición para su estabilidad y desarrollo. No sobra adver­tir que tampoco esa cultura se encontra­ba en todas partes. Asimismo, conviene señalar que, a diferencia de la tesis de Weber, las reflexiones de Almond y Verba indagaban la relación del "factor cultu­ral" con el (tipo de) desarrollo poético de los diferentes países y no con su desarro­llo económico.[3] La noción de "cultura política" comenzaría a contar con carta de identidad a partir de entonces.

Sin embargo, a pesar del impacto ini­cial que tuvieron los estudios culturales, en las décadas siguientes perdió fuerza el interés por los mismos. En su lugar, los estudiosos comenzaron a buscar otras explicaciones, como la dependencia o el colonialismo, para entender la brecha entre los países desarrollados y los sub­desarrollados. Sólo hasta la década de los años ochenta, la cultura como una varia­ble explicativa reapareció en el escenario de las ciencias sociales. En este contexto de renovado interés por el factor cultural, el Centro de Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard publicó en 1985 un libro de Lawrence Harrison, ex fun­cionario de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional, específicamente orientado a Latinoamérica: EI subdesarrollo está en la mente: el caso latinoamericano.[4] La conclusión que Harrison desprendió de sus estudios de caso confirmó su hipótesis: la cultura pa­recía ser un obstáculo fundamental para el desarrollo de los países latinoamerica­nos. Para Harrison, por ejemplo, "[…] el contraste cultural entre Europa Occiden­tal y América Latina es [...] la principal explicación del éxito del Plan Marshall y el fracaso de la Alianza para el Progre­so".[5] Por ello, desde su perspectiva, los gobiernos y agencias de asistencia de los países latinoamericanos (aunque no exclusivamente de ellos) deberían reco­nocer la importancia que tiene la promoción del cambio cultural como condición para el desarrollo político y económico.

Las reacciones al libro de Harrison fue­ron muchas y muy variadas: algunos estudiosos, principalmente economistas e intelectuales de la región latinoamerica­na, acusaron la fragilidad de su tesis y denunciaron, no sin razón, una cierta inspiración "racista" en la línea argumen­tativa, pero otros, no pocos intelectuales del mundo anglosajón, retomaron la invitación implícita en la obra de referencia para recobrar el factor cultural como clave explicativa del (sub)desarrollo económico. Para algunos, como Ronald Inglehart o Samuel Huntington,[6] se trató de una invitación para retomar una línea de in­vestigación que ya habían explorado en el pasado; para otros, como Robert Putnam o Francis Fukuyama, constituyó una fuente de inspiración para la realización de pro­yectos académicos que condujeron a la elaboración de nuevos conceptos (como el de "capital social") orientados a inda­gar los vínculos que conectan a la cultura con el tipo de organización política y el grado de desarrollo económico de los diferentes países.

¿QUÉ ES LA CULTURA POLÍTICA?

EI interés por la cultura de la legalidad se inserta en este contexto académico/inte­lectual. Pero no dejemos espacio para las confusiones: "cultura de la legalidad" es una noción distinta que "cultura política" y evoca un universo conceptual que se re­fiere a un conjunto de fenómenos más específico y acotado que el que inspiro las reflexiones weberianas. Por ello, para entender sus alcances y limitaciones, es conveniente abundar, aunque sea "a vue­lo de pájaro", en el significado general del concepto de cultura y en el más especi­fico de cultura política.

En su sentido amplio la cultura puede significar, al menos, dos cosas relaciona­das entre sí: a) los modos de vivir y de pensar compartidos, y b) todo el conjunto de conocimientos, creencias, artes, leyes, usos y costumbres que las personas ad­quirimos y compartimos como miembros de una sociedad determinada. El signifi­cado que a nosotros nos interesa es, prin­cipalmente, este último. Algunos autores hablan de los "legados sociales" o del "conjunto de una tradición social”[7] que pasan de una generación a otra. Así en­tendida, la cultura otorga identidad a los miembros de una comunidad en la medi­da en que orienta y otorga significado a su vida en sociedad. La cultura cohe­siona a la sociedad porque condensa imágenes y experiencias colectivas compartidas que Ie dan a la población un sentido de pertenencia.[8] "Somos con los otros", en gran medida, porque tenemos una cultura común.

Pero al interior de una cultura determinada es posible identificar múltiples subculturas. Por ello, para hablar de una cultura que permita referirnos a un "nosotros" relativamente amplio, es me­nester identificar el "núcleo cultural" que reúne las tradiciones o costumbres com­partidas por las diferentes subculturas dentro de un grupo social. Ese núcleo cultural compartido nos permite identificar los referentes sociales que cohesionan a un grupo social determinado y, conse­cuentemente, que lo diferencian de otros grupos sociales. Asimismo, debemos observar el fenómeno cultural desde la perspectiva de los sujetos que integran al grupo social de referencia: desde esta óptica la cultura adquiere una dimensión particular y se expresa como la disponibi­lidad individual hacia ese conjunto de re­ferentes sociales, más o menos, compar­tidos.[9] Decimos que alguien pertenece a una cultura cuando comparte con otros sujetos el apego hacia ese núcleo cultural básico, aunque simultáneamente abrace elementos de otras culturas.

Cuando hablamos de la cultura política de una sociedad determinada nos refe­rimos al conjunto de conocimientos, creencias, usos y costumbres, etc., de los miembros de esa comunidad en relación con ciertos aspectos específicos de la vida colectiva como son, precisamente, los políticos. AI preguntarnos sobre la cultura política de la sociedad "x" o "y", indagamos cual es el grado de aceptación del conjunto de objetos sociales específica­ mente políticos de dicha comunidad por parte de sus miembros: es decir, cómo percibe su población el universo de rela­ciones que tienen que ver con el ejercicio y la distribución del poder y cómo las asume. Lo que ocupa nuestra atención no es propiamente el comportamiento político de los miembros de una colectividad, sino su adhesión o apego hacia el conjunto de instituciones y acciones concretas que orientan dicho comportamiento. Por ejemplo, cuando investigamos sobre la cultura política de una sociedad determinada no ob­servamos los niveles de participación o de abstención en una jornada electoral, sino las razones que los explican.


De hecho, una de las vetas de análisis más exploradas por los investigadores sociales es el tipo de relación que existe entre ambos aspectos de la vida política y social: ¿la acción política se encuentra determinada por la cultura política o vice­versa? Algo parecido vale para las insti­tuciones: ¿cómo explicamos que las mismas instituciones políticas arrojen resultados (considerablemente) diferentes en las distintas sociedades?, ¿son suficien­tes las instituciones para moldear la acción política de los miembros de una comuni­dad determinada? o ¿las instituciones (que encauzan la acción política) dependen de un conjunto de valores o patrones cultu­rales compartidos que las respalden? Las respuestas a estas y otras preguntas no pueden ser definitivas, pero no por ello las interrogantes dejan de ser pertinentes, al menos no para aquellos que están inte­resados en entender y, eventual mente, transformar positivamente a (la cultura e instituciones de) sus sociedades.

II. Cultura de la legalidad y Estado de derecho

¿QUÉ RELACIÓN EXISTE ENTRE LA CULTURA POLÍTICA Y LA CULTURA DE LA LEGALIDAD?

Esquemáticamente: la cultura política es apenas una parte de la cultura y la cultura de la legalidad es solamente un aspecto interconectado con la primera. La cultura de la legalidad es un aspecto importante y estrechamente relacionado con la cultura política, pero que no se agota en la mis­ma: la cultura de la legalidad puede estu­diarse en sí misma como una variable independiente. Ambas nociones compar­ten el primer concepto, cultura, y en ese sentido son parte del mismo conjunto; pero la noción de cultura de la legalidad se encuentra parcialmente englobada dentro de la noción de cultura política. Esto puede explicarse con la siguiente idea: entre la política y la legalidad existe una relación directa, pero no son universos idénticos, entre otras razones, porque el primero es más amplio que el segundo.

No obstante, la relación entre la política y el derecho es de interdependencia reciproca. Como lo dice Norberto Bobbio, "[...] el concepto principal que los estudios jurídicos y los políticos tienen en co­mún es, en primer lugar, el concepto de poder".[10] En la modernidad, el derecho es producto del poder político y sin este no puede aplicarse; la legitimación del poder es, en última instancia, una justifi­cación jurídica."[11] Mientras el derecho no puede existir (o carece de toda eficacia) sin un poder capaz de crearlo y de apli­carlo, un poder sólo es legítimo, no un mero poder de hecho, cuando encuentra fun­damento en una norma o en un conjunto de normas jurídicas. Max Weber propuso una fórmula, la del poder legal racional, que sintetiza ambos principios a la perfec­ción: el único poder legitimo y, en cuanto tal, generalmente obedecido, es aquel que se ejerce en conformidad con las leyes. EI poder político es el "monopolio de la fuerza legítima" y, en su forma predomi­nante en la modernidad, la legitimidad es fundamentalmente jurídica.”[12] Así las co­sas, la política y el derecho (o, en térmi­nos laxos "Ia legalidad") están fatalmente relacionados por lo que las reflexiones sobre la cultura del primer tipo están rela­cionadas con la del segundo y viceversa. Pero al interior de una misma cultura po­lítica podemos encontrar muchas culturas de la legalidad, distintas y coexistentes. Y esto se explica porque, como ya vimos, a pesar de su estrecha vinculación, la política es una esfera más amplia que la legalidad. De hecho, la cultura de la legalidad es solamente una parte de la cultura política. Y, aunque parezca contradictorio, existen aspectos de la cultura de la legali­dad que sólo indirectamente tienen que ver con la política: por ejemplo, el que un individuo respete o no las reglas para estacionarse en un centro comercial nos puede decir algo de su cultura de la lega­lidad, pero no tiene mayor relevancia si lo que indagamos es su cultura política.

Antes de continuar nuestro recorrido conviene subrayar otra distinción recién enunciada, pero poco explicada: la legiti­midad y la legalidad son dos cosas distin­tas (aunque íntimamente vinculadas). EI concepto de legitimidad sirve para distin­guir el poder de derecho del poder de hecho. Mientras que el concepto de lega­lidad distingue entre el poder legal y el poder arbitrario. En palabras de Bobbio: "[un] príncipe puede ejercer el poder legal mente aunque carezca de legitimidad, mientras que otro puede ser legítimo y ejer­citar el poder ilegalmente."[13] Podemos decir que la legitimidad es un concepto eminentemente político que se refiere a la cuestión de quién gobierna. Pero que, en principio, no nos dice nada sobre la actuación legal o ilegal del gobernante. Y, ¿qué tiene que ver esta distinción con la cultura de la legalidad? Lo que sucede es que tam­bién es posible cuestionar la legitimidad (política o moral) de una determinada norma jurídica. Es decir, podemos cuestionar la legitimidad de una legalidad determina­da, ya sea porque cuestionamos o desconocemos la legitimidad de la autoridad que la dicta o porque nos parece que dicha norma no se encuentra (moral o políticamente) justificada. Siempre cabe preguntar: ¿por qué debo obedecer y ajustar mi conducta a lo que ordena la norma? En esta dimensión, al menos desde la perspectiva subjetiva, la cultura política y la cultura de la legalidad pueden entrar en conflicto: desde una cultura política democrática, ¿son legítimas las leyes que, por ejemplo, violan los derechos de las minorías?; ¿debe observarse la legalidad que proviene de un poder de facto? Mi cultu­ra de la legalidad puede indicarme que debo obedecer las normas que rigen la vida de mi colectividad, pero mi cultura política puede sugerirme que ciertas prácticas adolecen de legitimidad. Y así sucesivamente.

LA LEGALIDAD: CONCEPTO, VISIONES Y DISTINCIONES

Como podemos observar, nuestro tema es un rompecabezas con muchas posibles soluciones: las piezas pueden acomodar­se de diferentes maneras y se obtendrán figuras desiguales. Los dos conceptos que lo integran, la cultura y la legalidad, son llaves que abren muchas puertas. Además, son objeto de múltiples interpretaciones: sociológicas, antropológicas, históricas, filosóficas, jurídicas. Por eso, una vez que sabemos, al menos en sus rasgos genera­les, lo que es la cultura y cual es la vinculación que existe entre la (cultura) política y la legalidad, es oportuno detenemos en los alcances e importancia de este último concepto.

Desde el pensamiento griego clásico la legalidad en el ejercicio del poder ha cons­tituido un criterio para distinguir el "buen gobierno" del "mal gobierno". En las obras de Platón y de Aristóteles son recu­rrentes las disertaciones sobre las bonda­des y defectos del binomio "gobierno de los hombres" vs "gobierno de las leyes". La disyuntiva entre la discrecionalidad arbitraria del gobernante y la impersonali­dad genérica y predecible de las leyes ha acompañado el desarrollo del pensamien­to político occidental. De hecho, en la Edad Moderna, el pensamiento liberal constru­ye sus premisas sobre las bases del ideal del gobierno sometido a las leyes: la limitación jurídica del poder es clave de las tesis liberales desde el siglo XVII en ade­lante. Una doble fórmula es la clave jurídica del proyecto liberal: a) el gobierno que actúa sometido y bajo mandato expreso de la ley previamente establecida (el gobierno sub lege), y b) el gobierno que actúa mediante leyes (el gobierno per leges). EI sometimiento jurídico del poder es una tesis liberal que está en la base del constitucionalismo moderno y tiene como finalidad limitar al poder político desde un punto de vista formal, pero sobre todo desde una perspectiva sustantiva (supone que los poderosos no pueden decidir cier­tas cosas); sin embargo, el gobierno solo per leges, la sola actuación jurídica del poder, no supone necesariamente limita­ciones materiales al poder: un gobierno puede actuar legalmente, mediante leyes, sin respetar límites sustantivos de ningún tipo. ¿Qué diríamos, por ejemplo, de un decreto presidencial que ordena fusilar a los disidentes? Indiscutiblemente, al ser un decreto presidencial, sería legal; pero, por su finalidad, sabríamos que no respeta límites sustantivos como son los derechos fundamentales de las personas.

Tenemos tres tesis que conviene dis­tinguir y rescatar: a) la legalidad, tradicio­nalmente, ha sido observada desde la perspectiva del gobernante (si éste ajusta o no su actuación a un conjunto de nor­mas jurídicas); b) en un principio el go­bierno que actúa conforme al derecho es valorado en positivo porque se supone un poder limitado y predecible; sin embargo, c) la mera legalidad no es una garantía del buen gobierno, porque un poder puede actuar legalmente sin encontrarse jurídicamente limitado por normas que prote­gen bienes valiosos como los derechos fun­damentales individuales (el poderoso puede crear y aplicar normas jurídicas sin respetar ningún tipo de limitación mate­rial). Esta última tesis (sin duda la más importante de las tres) puede entenderse de la siguiente manera: todo poder político estatal o institucionalizado es, nece­sariamente, un "Estado jurídico", pero no cualquier "Estado jurídico" es un "Es­tado de derecho".[14] Veamos que signi­fica esto.

NO TODO ESTADO JURÍDICO ES UN ESTADO DE DERECHO

Todos los Estados son "Estados jurídicos" porque fundan su actuación en un conjun­to de mandatos (más o menos) generales y abstractos que, en sentido amplio, cons­tituye un ordenamiento jurídico; pero sólo algunos Estados incorporan una serie de normas e instituciones específicas que nos permiten considerarlos como "Estados de derecho". Los Estados de derecho cuen­tan con una constitución (normalmente escrita) que limita al poder político me­diante un conjunto de instituciones espe­cíficas (como la división o separación de los poderes) con la finalidad de proteger un conjunto de derechos individuales fun­damentales. Esta idea de constitución, de matriz netamente ilustrada, ya se encon­traba plasmada en el articulo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: "[...] la sociedad en la que la garantía de los derechos no se encuentra asegurada, ni la división de poderes determinada, no tie­ne constitución". Pero podemos afirmar que fue hasta la segunda mitad del siglo XX cuando la distinción entre los Estados (meramente) jurídicos y los Estados de derecho, también llamados Estados constitucionales, quedó claramente zanjada.

Después de la Segunda Guerra Mun­dial proliferaron en Europa (primero en Italia, Alemania y Francia, y algunos actos después en España y Portugal) una serie de constituciones democráticas que vinie­ron a sumarse a los ordenamientos ame­ricano y británico y que, al tener a los derechos fundamentales como eje sustantivo primordial y basarse en un diseño de poderes divididos, marcaron un antes y un después en relación con los Estados jurídicos precedentes. Obviamente el contras­te mayor (y más inmediato) se presento con los ordenamientos jurídicos de los Estados totalitarios y/o dictatoriales que habían regido la vida colectiva de algunos de esos países y que no respetaban nin­guna de las características de los moder­nos Estados de derecho. Pero el cambio de paradigma jurídico rebasaba la coyun­tura: la diferencia de contenidos entre los ordenamientos jurídicos constitucionales y los ordenamientos precedentes estaba acompañada por una nueva concepción de la relación entre el Estado (y sus pode­res) y los individuos (y sus derechos).

En la concepción tradicional, el Estado, entendido como el monopolio de la fuerza legítima, se consideraba el punto de parti­da para entender las relaciones de poder. Primero venía la fuerza estatal y después los individuos que eran, ante todo, sujetos de obligaciones y, sólo por una concesión estatal, titulares de derechos. En cambio, en la concepción constitucionalista que corresponde al Estado de derecho o Es­tado constitucional (llamado en ingles Rule of Law y en alemán Rechtssaat), las re­laciones de poder se han invertido. Pri­mero están los individuos que, por ser su­jetos autónomos e igualmente dignos, son titulares de derechos fundamentales, y sólo después, para proteger estos derechos, se ubican las potestades estatales. Concre­tamente, en un Estado de derecho la legi­timidad del poder y de las normas jurídicas depende del respeto y garantía de los derechos fundamentales individuales.[15] Esto es lo que Norberto Bobbio llamo la "gran revolución copernicana de la mo­dernidad". Valga la reiteración: un Esta­do totalitario, por ejemplo, es un Estado jurídico en el que existen algunas leyes e instituciones que responden a la voluntad arbitraria del gobernante (pensemos, por ejemplo, en la Alemania nazi, en la Italia fascista o en la Unión Soviética estalinis­ta), pero no es un Estado de derecho que proviene de la tradición liberal y que derivo en el constitucionalismo moderno. Desde la perspectiva de este último, de hecho, las normas y autoridades de los Estados jurídicos totalitarios carecen de legitimidad por lo que los ciudadanos tienen derecho a resistirlas. Para decirlo con una frase: en la cultura de la legalidad del Estado de derecho no hay espacio para los poderes y las normas autoritarias.

Sólo los Estados de derecho fundan su legitimidad en el reconocimiento de la igual dignidad de todos los individuos y diseñan sus instituciones con la finalidad específica de garantizarla. De hecho, los Estados de derecho se rigen esencialmente por dos principios fundamentales: el principio de legalidad que consiste en la "distinción y subordinación de las funciones ejecutiva y judicial a la función legislativa"[16] y el principio de imparcialidad que se refiere a "la separación e independencia del órga­no judicial respecto a los órganos legisla­tivo y ejecutivo".[17] Ambos principios, uno referido a las funciones del poder político y otro a los órganos que las desempeñan, son fuente de la certeza y la seguridad jurídicas indispensables para proteger y garantizar los derechos (de libertad, políticos y sociales) de los individuos. Sólo así el poder político se encuentra efectivamente limitado y, por ende, políticamente legitimado.


¿PARA QUÉ SIRVEN LAS NORMAS?


Siguiendo las coordenadas de la revolución copernicana, es un hecho que el fenómeno de la legalidad no debe observarse únicamente desde la perspectiva de los poderes públicos, sino también desde la óptica de los destinatarios de las normas (que en una democracia son, al menos in­directamente, también sus creadores). La legalidad abarca el comportamiento de los individuos, al menos, en dos direcciones: a) en su relación con estos poderes públicos (como productores y destinatarios del derecho), y b) en sus relaciones interper­sonales con los demás miembros de su colectividad. Las normas jurídicas -en este caso, independientemente de que se trate de un Estado jurídico o de un Estado de derecho-, tienen como finalidad regular, orientar, limitar y encauzar las acciones de los miembros de una colectividad determinada. Son las reglas del juego de la convivencia colectiva. Un "Estado" sin ningún tipo de leyes seria un estado anárquico en el que no existen autoridades y los individuos actúan discrecionalmente sin tener que respetar otras normas que las que su (im)prudencia les dicta.[18]

No es difícil imaginar que en esas con­diciones, en una situación sin leyes, la convivencia es sumamente difícil porque la ley que termina imponiéndose es la "ley del más fuerte": la anarquía es la cueva de la discrecionalidad y esta es la cuna de los abusos. En cambio, el derecho, la lega­lidad, tiene como función última la de di­rimir institucionalmente (lo que implica de manera pacífica) los conflictos interper­sonales. Esto, conviene advertirlo, vale para cualquier tipo de legalidad: aquella que corresponde a los Estados (de dere­cho) constitucionales modernos o aquella que es propia de un Estado autoritario. Después de todo, la función última de las normas es garantizar el orden y la estabi­lidad en una comunidad cualquiera y, para que esto sea posible, la mayoría de los individuos deben manifestar una tenden­cia a obedecerlas y debe existir una auto­ridad capaz de hacerlas valer. Podemos afirmar que el orden estatal sólo es posi­ble cuando los miembros de la colectividad se comprometen a respetar tres pactos sucesivos: a) la renuncia al uso de la fuer­za por parte de los individuos y grupos; b) la instauración de reglas para resolver pacíficamente los eventuales conflictos fu­turos, y c) la creación de un poder sliper partes facultado para garantizar que los pactos se respeten, incluso utilizando la coacción. Cuando estos pactos se violan se camina hacia la anarquía que caracte­riza a un salvaje y peligroso estado de naturaleza. No obstante, sólo en los ver­daderos Estados de derecho la legalidad vigente garantiza algo más que el orden y la estabilidad estatales y apunta hacia la protección de la dignidad de las personas a través de la garantía de sus derechos.

ENTONCES, ¿QUÉ ES LA CULTURA DE LA LEGALIDAD?

Intentemos ahora juntar nuestros dos con­ceptos clave: cultura y legalidad. Lo pri­mero que conviene recordar es que la cultura es un concepto más amplio que el de legalidad: la primera es el contexto en el que la segunda se desarrolla. Basta con recordar la relación, que va de lo general hacia lo particular, entre los conceptos de cultura, política y legalidad. Pues bien, si­guiendo la misma lógica que utilizamos para construir la noción de cultura política, tenemos que la cultura de la legalidad de una sociedad determinada es el con­junto de conocimientos, creencias, usos y costumbres, símbolos, etc., de los miem­bros de esa comunidad en relación con los aspectos de la vida colectiva que tie­nen que ver con las normas jurídicas y su aplicación. Se refiere al posicionamiento de los integrantes del colectivo ante el conjunto de objetos sociales específicamente jurídicos en esa comunidad: ¿cómo percibe su población el universo de rela­ciones relativo a la creación y aplicación de las normas jurídicas que rigen la vida colectiva y como las asume?
Un destacado filósofo y jurista Italiano contemporáneo, Luigi Ferrajoli, ha sostenido que por cultura jurídica podemos entender un conjunto muy amplio de conocimientos Y actitudes: a) "el conjunto de teorías, filosofías y doctrinas jurídicas elaboradas en una determinada fase histórica por los juristas y filósofos del de­recho"; b) "el conjunto de las ideologías, modelos de justicia y formas de pensar acerca del derecho que caracteriza a los operadores jurídicos de profesión (trátese de jueces, legisladores o administradores)", y c) "el sentido común respecto del derecho y las instituciones jurídicas en lo singular que se difunde y opera en una determinada sociedad" .[19] Las dos prime­ras acepciones se refieren a conjuntos (de ideas o de personas) especializados que inciden en la conformación de la cultura de la legalidad (o "cultura jurídica" en la terminología de Ferrajoli) de una comuni­dad determinada, pero que por su natura­leza excluyente no pueden abarcarla en su totalidad.[20] No obstante, ambas acep­ciones son útiles para adelantar una distinción: una cosa es la cultura jurídica predominante en una colectividad y otra cosa es la cultura de la legalidad de los miembros de dicha colectividad. Podemos afinar, por ejemplo, que la mayoría de los países latinoamericanos comparten la cultura jurídica europea de origen romanista, mientras que algunos países africanos comparten la cultura jurídica de corte anglosajón. Y, sin embargo, esto no supone que los latinoamericanos o los africanos presenten la misma cultura de la legalidad que los europeos o los británicos (o americanos), según sea el caso. La cultura jurídica, como bien lo indican las dos primeras acepciones propuestas por Ferrajoli, se refiere sobre todo al conjunto de teorías, filosofías, etc., compartidas por los estudiosos y aplicadores del derecho y no a la relación que existe entre la gene­ralidad de los destinatarios de las normas y el ordenamiento jurídico vigente en su colectividad.

En cambio, la tercera acepción -"el sentido común respecto del derecho y las instituciones jurídicas en lo singular que se difunde y opera en una determinada sociedad" - si corresponde a nuestra reconstrucción conceptual de la noción cultura de la legalidad: así como, cuando queremos desentrañar las características de la cultura política de una sociedad, no limitamos nuestro análisis a las creencias y comportamientos de los estudiosos de la política y de los políticos de profesión, sino que volteamos nuestra mirada hacia los "ciudadanos de a pie", cuando quere­mos describir la cultura de la legalidad predominante debemos observar a los es­tudiosos del derecho y a los operadores (creadores y aplicadores) jurídicos, pero sobre todo debemos preguntarnos cual es la relación que existe entre los hombres y mujeres que integran esa colectividad con los paradigmas e instituciones jurídicos vi­gentes. Es en este nivel en el que resaltan las diferencias entre el comportamiento ante las normas de individuos que viven en sociedades que comparten la misma cultura jurídica (por ejemplo, España y México), pero que no tienen la misma cul­tura de la legalidad.

¿ES LO MISMO LA CULTURA JURÍDICA QUE LA CULTURA DE LA LEGALIDAD?

Afinemos la distinción: dado que no exis­te un solo tipo de tradiciones jurídicas, tampoco existe un solo tipo de cultura jurídica. Para decirlo de otra forma, entre el contenido del derecho positivo vigen­te y la cultura jurídica que predomina en una sociedad existe una interacción recíproca. EI derecho positivo vigente -Ias normas que rigen la vida social- es el reflejo de una cultura jurídica determinada y esta se transforma en el tiempo a partir del ejercicio cotidiano del derecho. Desde esta perspectiva, observando las características de los diferentes orde­namientos, instituciones y prácticas jurídicas en el mundo podemos identificar diferentes culturas jurídicas, entendidas como distintas tradiciones o familias jurídicas. Pero la cultura de la legalidad que predomina entre los individuos que integran las diferentes colectividades (incluso entre aquellas que comparten una misma tradición o cultura jurídica) puede y suele ser muy diferente. Y a nosotros lo que nos interesa es esta segunda acepción. Después de todo, el derecho sólo tiene sentido cuando regula efectivamen­te las relaciones de convivencia ciuda­danos/autoridades, ciudadanos/ciudada­nos autoridades/autoridades, etc., y ello supone un (cierto) acompañamiento cultural. Es decir, mas allá del contenido de las normas jurídicas, de la tradición jurídica a la que pertenecen, existe un ele­mento cultural que fortalece o debilita la observancia de las normas por parte de sus destinatarios. Esto es a lo que llamo, propiamente, cultura de la legalidad.
Podemos afirmar que existe una cultu­ra de la legalidad difundida entre los miem­bros de la colectividad cuando, mas allá del contenido de las normas vigentes, de la tradición o familia jurídica a la que per­tenecen, e incluso de si se respetan o no los contenidos característicos de un esta­do de derecho, estos ajustan su compor­tamiento a las mismas porque les recono­cen un grado aceptable de legitimidad (reconocen un cierto valor a las normas e instituciones legales vigentes). Esta obser­vancia de las normas, conviene advertirlo, obedece en parte al elemento coercitivo en manos del Estado, pero no se agota en el mismo porque la sola fuerza nunca es un elemento suficiente para alcanzar la legitimidad. Sólo un cierto grado de adhesión voluntaria a las normas, una cierta cultura de la legalidad, explica la per­manencia en el tiempo de los orde­namientos jurídicos respaldados por la fuerza del Estado.

En síntesis, tenemos que la cultura de la legalidad sirve como criterio para eva­luar el grado de respeto y apego alas nor­mas vigentes por parte de sus aplicadores y destinatarios. Una cosa es mirar hacia el sistema normativo de una sociedad de­terminada (hacia el conjunto de reglas y normas vigentes en esa comunidad jurídica) y otra es observar el comportamiento de las personas hacia ese conjunto de reglas. Desde esta perspectiva, es clara la diferencia entre la noción de cultura de la legalidad y la de cultura jurídica: más allá del paradigma vigente, de las características del cuerpo normativo que rige la vida de una colectividad (y, por ende, pres­cindiendo del tipo de cultura jurídica predominante), decimos que existe una cul­tura de la legalidad cuando las normas son efectivamente observadas. Es decir, cuan­do las autoridades y los ciudadanos ade­cuan su actuación a las reglas que norman la convivencia colectiva. Esto, entre otras cosas, supone un cierto conocimiento de la legalidad vigente por parte de sus desti­natarios y un nivel aceptable de legitimi­dad de dicho cuerpo normativo. Pero no sólo eso, también supone la aceptación, por parte de la mayoría, de la función que cumplen las normas jurídicas como ins­trumentos reguladores de la convivencia pacifica. Podríamos decir: supone que los miembros de la colectividad conocen y aceptan su parte en el "pacto social".

Sin embargo, si retomamos nuestra dis­tinción entre Estado jurídico y Estado de derecho, tenemos que la cultura de la le­galidad no es necesariamente un bien en sí mismo: es sensato suponer que una par­te considerable de los ciudadanos bajo los regímenes totalitarios manifestaron un alto grado de cultura de la legalidad y, por lo mismo, aceptaron voluntariamente la aplicación de un cuerpo normativo que anulo cualquier resquicio de derechos fundamen­tales. Siguiendo este razonamiento, es ati­nado sostener que, en ciertos casos, vale mas la postura critica frente a las normas vigentes que su obediencia ciega. Pero lo cierto es que no siempre es fácil encon­trar la frontera. Muy esquemáticamente se puede afirmar que es legítimo objetar el cumplimiento de las normas en un sis­tema autocrático o absolutista, pero esto no tiene cabida en un sistema democrático en el que los ciudadanos participan en el proceso de creación normativa y las normas (al menos teóricamente) tienen como criterio orientador a los derechos fundamentales. Podemos decir que la cul­tura de la legalidad democrática supone una posición crítica frente a las normas del autoritarismo, y ante la cultura de la legalidad podemos decir de obediencia a ciegas, que las acompaña.

UN INTENTO (INVERTIDO) DE ACLARACIÓN

Invertir las fórmulas puede ser útil para aclarar las cosas. Podemos decir que exis­te una "incultura de la legalidad" cuando "[...] el sentido común respecto del derecho y las instituciones jurídicas en lo singular que se difunde y opera en una determinada sociedad"[21] es demasiado débil. Es decir, cuando los miembros de una comunidad determinada desconocen o ignoran las normas que "deberían" re­gir la vida colectiva, lo que puede llevar a una paulatina y progresiva erosión del marco normativo vigente. EI descono­cimiento de las normas lleva a su incum­plimiento y esto es causa de inestabilidad jurídica (y política). Todo sistema normati­vo contiene normas en desuso, la llamada "letra muerta de la ley", pero ningún sistema sobrevive si la mayoría de sus nor­mas entran en esta categoría. En este ni­vel, la cultura de la legalidad es un ingre­diente fundamental para determinar la estabilidad del sistema porque nos indica el grado de conocimiento que tienen los ciudadanos ante las normas que rigen su convivencia y que es un requisito necesa­rio para su posterior respeto y cumplimien­to. Si, como advertíamos anteriormente, la función última de las normas es garan­tizar el orden y la estabilidad del sistema político en su conjunto, cuando predomina la incultura de la legalidad podemos sen­tenciar que se aproxima la muerte de las instituciones. Y esto, como ahora sabemos, abre la puerta para que se imponga la "ley del más fuerte".

Pero también podemos imaginar otra formula invertida: la "cultura de la ilegalidad". En este supuesto se encuentran aquellos actores individuales (o en un sen­tido amplio difícil de imaginar: aquellas sociedades) que conocen la normatividad vigente, asumen una posición frente a la misma y deliberadamente la violan. Max Weber sostenía que ese era el caso del ladrón o del homicida: los ladrones o los homicidas están conscientes de las nor­mas que violan y por lo mismo, salvo en pocos y extraños casos, intentan evadir al castigo. EI que quiere escapar cuando ha robado, asesinado o cometido un acto de corrupción funda su actuación en la exis­tencia de un marco jurídico que conoce y que ha transgredido. Aquí se ubica la des­afortunada conseja popular "las leyes na­cieron para ser violadas". EI que se apro­vecha, el abusivo, no lo hace porque desconoce las normas, sino porque cono­ce la forma de evitarlas para sacar ventaja sobre quienes las respetan; ese es el caso, por ejemplo, del que hace trampa en un juego de cartas; la trampa sólo tie­ne sentido dentro de las reglas del juego. O, con un ejemplo mucho más cercano y cotidiano, de quien se aprovecha de la violación de las reglas de tránsito para avanzar antes que sus conciudadanos, dando vuelta en el carril que no está des­tinado para ello. En este caso no sólo se adolece de una cultura de la legalidad, sino que se profesa una cultura deliberadamen­te ilegal. Pero tampoco en este supuesto todos los casos son fáciles: ¿acaso el ob­jetor de conciencia, el que se niega por sus convicciones morales profundas a obedecer (por ejemplo, a una legislación autoritaria), no se encuentra en la misma circunstancia?

Ill. Cultura de la legalidad y democracia

¿CÓMO SERÍA UNA CULTURA DE LA LEGALIDAD PARA LA DEMOCRACIA?

Cuando denunciamos que los integrantes de una comunidad (que bien podría ser la nuestra) adolecen de una cultura de la le­galidad, realizamos una descripción que con frecuencia se acompaña con un jui­cio valorativo. En principio se considera deseable que las personas conozcan las normas vigentes de su colectividad y ajus­ten sus comportamientos alas mismas. Esto es así porque, como sabemos, se su­pone que las normas garantizan el orden, la estabilidad y, en esa medida, un cierto grado de paz social. EI razonamiento se aplica, no sin algunas diferencias, a los funcionarios públicos y representantes populares y a la ciudadanía en general. Queremos una cultura de la legalidad por­que deseamos que las reglas tengan una vigencia efectiva, que sean eficaces, y lo deseamos porque suponemos que ello facilitará la convivencia entre todos sobre una base de igualdad. Pero tenemos que enfrentar de nueva cuenta el mismo pro­blema circular: ¿es la cultura de la legali­dad el factor que empuja el respeto a las normas jurídicas vigentes? o ¿el respeto efectivo, cotidiano y generalizado de las normas es la condición necesaria para que florezca una cultura de la legalidad? ¿De­bemos fomentar la cultura de la legalidad a secas, sin detenemos a valorar las ca­racterísticas de la cultura jurídica vigente, autoritaria o democrática, en una comuni­dad determinada?

Podemos buscar la salida del laberinto empezando por esta última cuestión: iden­tificando primero el tipo de legalidad vi­gente, las características de las normas, para el que se quiere construir una cultu­ra de respeto y observancia. Si nuestra inclinación es hacia la legalidad autorita­ria la salida está en la imposición irreflexiva de la normatividad vigente: la cultura de la legalidad se reduce al simple respeto de las leyes sin importar su contenido. Algo así como enseñarles a los niños que "to­das las normas deben siempre obedecer­se". Los promotores de esta receta abo­garán por la legalidad a secas, por la "tolerancia cero", por la fuerza como in­centivo para la construcción de la cultura y, creo, al final tendrán que hacer cuentas con la ilegitimidad que suele acompañar a las decisiones que ignoran la importancia de la dignidad y la autonomía de las per­sonas. Esto es así porque considerarán que la cultura de la legalidad es un bien en sí mismo que no debe detenerse ante las razones que pueden esgrimirse para re­chazar ciertos patrones culturales (en este caso autoritarios) que pretenden imponer­se. En cambio, si nos colocamos en el versante alternativo y buscamos una legalidad fundada en el consenso y orientada hacia el respeto de los derechos fun­damentales individuales, entonces tendre­mos que apostar por una cultura de la legalidad democrática en la que la legiti­midad de las normas camina de la mano con su cumplimiento. En este caso bus­camos que los individuos incorporen reflexivamente un cierto conjunto de normas y principios en su acervo cultural: aquellos que se fundan en la dignidad de las personas. Así, la legitimidad de las le­yes comienza por el reconocimiento de los derechos (de libertad, políticos y sociales) propios y ajenos sobre una base de igual­dad que nos sugiere la conveniencia recíproca de respetar las normas que conjun­tamente elaboramos. En esta concepción la cultura de la legalidad se inserta como un elemento medular de la cultura cívica o política democrática que contribuye a la estabilidad de los sistemas democráticos"[22] y se opone a la imposición de una legali­dad cualquiera (por ejemplo, de una lega­lidad totalitaria).

De hecho, la propia democracia es una cuestión de reglas que se fundan en una cultura basada en ciertos principios (dignidad personal, pluralismo, tolerancia, laicismo, responsabilidad, etc.) que, a su vez, respaldan a los derechos fundamen­tales. Recordemos los procedimientos que, según Bobbio, caracterizan a la democra­cia moderna: 1) todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin distinción de raza, religión, condición eco­nómica, sexo, etc., deben gozar de los de­rechos políticos, o sea, del derecho de ma­nifestar a través del voto su opinión y/o de elegir a quien la exprese por ellos; 2) el sufragio de cada ciudadano debe tener un peso igual al de los demás (debe con­tar por uno); 3) todos los ciudadanos que gocen de los derechos políticos deben ser libres de votar de acuerdo con su propia opinión formada libremente, es decir, en el contexto de una competencia libre en­tre grupos políticos organizados; 4) los ciudadanos deben ser libres también en el sentido de que han de ser puestos en condición de seleccionar entre opciones diferentes; 5) tanto para las decisiones co­lectivas como para las elecciones de re­presentantes vale la regla de la mayoría numérica, y 6) ninguna decisión tomada por mayoría debe limitar los derechos de la minoría (en particular el derecho de con­vertirse, en paridad de circunstancias, en mayoría)."[23]

Pues bien, aunque no todas las teorías de la democracia promueven la misma re­lación entre (todos) los derechos funda­mentales y esta forma de gobierno, en tér­minos generales ningún teórico de la democracia objetaría la caracterización bobbiana."[24] Y ello es suficiente para sos­tener nuestro argumento: la legalidad democrática no solamente se funda en la eficacia de un conjunto de reglas jurídicas, sino que descansa sobre algunos prin­cipios como la igual dignidad política de los ciudadanos, la pluralidad y las liberta­des (personal, de expresión, de asociación y de reunión) sin los cuales perdería natu­raleza y sentido. Por lo mismo, la cultura de la legalidad democrática debe hacer eco (al menos) de esos principios. La re­lación entre esa cultura y estos principios no depende (al menos no necesariamen­te) de valoraciones ético-morales, sino de vínculos lógicos insuperables: si las personas no respetan unas a otras, si no toleran sus diferencias sus ideas y participar con libertad, etc., la democracia es práctica y conceptualmente imposible.

Desde esta perspectiva democrática encontramos que existe una estrecha relación entre una concepción de la política (entendida como los mecanismos de acceso y ejercicio del poder sobre la base del consenso), una acepción de la legali­dad (entendida como el conjunto de re­glas que, fundadas en el consenso, permi­ten la administración del poder y protegen a los derechos fundamentales) y una idea de la cultura (entendida como las orien­taciones de los miembros de una colec­tividad hacia un conjunto de reglas y principios que hacen a la democracia posible). La cultura de la legalidad demo­crática, el respeto de un conjunto determinado de normas con características específicas, sólo se construye engarzan­do estos eslabones.


LA CUESTIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES: EN BÚSQUEDA DE UN HORIZONTE

Los derechos fundamentales que están en la base de la democracia Y que constitu­yen el criterio para diferenciar entre un (cualquier) Estado jurídico y un Estado de derecho, contadas veces en la historia fue­ron el resultado de una concesión "graciosa" por parte de los poderosos. La razón es sencilla: los derechos constituyen limitaciones a los poderes públicos (y deseablemente también a los poderes pri­vados) que no son bien recibidas por los poderosos. Son, como ha acuñado Ferrajoli, los derechos "del más débil". Derechos que provienen de luchas históricas contra los hombres del poder: la Revolución Francesa, la lucha de Indepen­dencia estadounidense, la revolución feminista del siglo pasado, etc. Desde esta perspectiva los derechos fundamentales también son productos culturales: las libertades fundamentales son producto del pensamiento (y de la lucha) liberal; los derechos políticos son expresiones de la teoría (y la práctica) democrática y los derechos sociales son manifestaciones del ideario (y de los movimientos) socialista. Lo mismo vale para los nuevos grupos de derechos: ecológicos, de las personas con capacidades diferentes, de los niños, etc. En todos los casos existe un conjunto de símbolos, conocimientos, creencias, aspi­raciones, etc., compartidos por los promotores de los derechos. Por ello escucha­mos con frecuencia expresiones como la "cultura de los derechos" o la "cultura constitucional" (entendida en los términos del constitucionalismo moderno) que hacen referencia a un tipo de cultura de la legalidad en específico, la que corresponde a la democracia contemporánea.

Es en esta dirección en la que debemos orientamos. Si existe un parámetro que justifica una distinción de fondo entre una (cualquier) cultura de la legalidad y una cultura de la legalidad democrática, este lo constituyen los derechos funda­mentales. Derechos que ya se encuentran consagrados en la mayoría de las consti­tuciones modernas, pero que desafortuna­damente en muchos casos aun no son garantizados. No aspiramos a una sociedad ordenada bajo parámetros autocráticos y absolutistas, sino que apostamos por una sociedad democrática Y de poderes acotados. De lo contrario nuestra apues­ta sería un bumerán amenazante: la lega­lidad que se impone desde lo alto a los gobernados puede ser la puerta para la arbitrariedad de los gobernantes. Una cul­tura de la legalidad democrática se finca en el respeto de las normas que regulan la convivencia sobre una base de igualdad formal para todos, incluyendo a los pode­rosos. Y, también, en el respeto generalizado de los seis procedimientos bobbianos que instituyen a la democracia.

Los postulados generales son fáciles de enunciar, pero difíciles de poner en prác­tica: todos tenemos los mismos derechos individuales (en esa dimensión somos "iguales ante la ley"), participamos (di­rectamente o a través de nuestros repre­sentantes) en la creación de las normas colectivas que rigen nuestra convivencia, elegimos, a partir de un conjunto de re­glas, autoridades que deben velar por el respeto de esas normas, cualquiera pue­de ser autoridad, el que viola las normas será sancionado, etc. Lo que nos dice la teoría es que cuando estas premisas for­man parte de la cultura de (la mayoría de) los miembros de una colectividad, la ciudadanía florece y, con ella, una conviven­cia pacífica y ordenada que permite el desarrollo de nuestra dignidad individual.

SEGUNDA PARTE

I. La cultura de la legalidad en México

Y, en México, ¿en dónde estamos en ma­teria de cultura de la legalidad? Para ofre­cer algunas reflexiones sobre este amplio y complejo tema -en tomo al cual apenas podré hilvanar algunas ideas que inviten al lector a la reflexión-, tomo como punto de partida cinco lugares comunes que, con frecuencia, acompañan nuestras discusio­nes sobre el argumento: "México no es un país de leyes", "México no es un Es­tado de derecho", "Los mexicanos no cumplen con la ley", "Los mexicanos son corruptos por naturaleza" y "Los mexicanos no son iguales ante la ley". En algunos casos los lugares comunes pare­cen confirmarse, pero en otros aparecen como cristales irregulares que distorsionan nuestra imagen de la realidad y que nos impiden valorar en su verdadera dimensión el estado de cosas. Lo cierto, me pa­rece, es que constituyen un buen punto de arranque para centrar nuestra atención en la dimensión cultural de un tema tan am­plio como lo es la relación que tenemos los mexicanos con la legalidad.


UN PRIMER LUGAR COMÚN: "MÉXICO NO ES UN PAÍS DE LEYES"

Falso. La construcción del Estado mexi­cano, el largo camino hacia la monopolización de la fuerza, es la crónica de su legitimación jurídica, de la construcción de un Estado jurídico. La historia de nuestro país, al menos desde los albores de su In­dependencia, puede narrarse teniendo como eje orientador a los diferentes do­cumentos políticos de naturaleza constitucional. Desde la Constitución aprobada por las Cortes reunidas en Cádiz el 18 de marzo de 1812, en donde participaron algunos representantes de la llamada América Septentrional Española, hasta la Constitución vigente, aprobada en Querétaro el 5 de febrero de 1917, es posi­ble verificar la constante tendencia hacia la institucionalización constitucional de nuestro proceso político. No sobra repa­sar el elenco de los principales documen­tos jurídicos que confirman esta tesis.
En plena lucha de Independencia, el 22 de octubre de 1814 se redacto la llamada Constitución de Apatzingán que, aunque solo tendría un valor histórico, marca el punto de partida de la carrera hacia la consti­tucionalización del México independiente. Ya consumada la Independencia se fue­ron sucediendo los siguientes documen­tos constituyentes: el "Acta Constitutiva" del 31 de enero de 1824; la "Constitución Federal de los Estados Unidos Mexica­nos" del 4 de octubre de ese mismo ano; las "Siete Leyes Constitucionales" del 29 de diciembre de 1836; las "Bases Orgánicas" del 12 de junio de 1843; el "Acta de Reformas" del 18 de mayo de 1847 que modificaba a la Constitución Federal de 1824 recientemente restituida (22 de agosto de 1846); las "Bases para la Administración de la Republica" del 22 de abril de 1853, la "Constitución Fede­ral" del 5 de febrero de 1857 que, con una breve y conflictiva pausa (en la que estuvo en vigor el "Estatuto Orgánico" del 10 de abril de 1865 del Imperio de Maximiliano), se mantuvo formalmente vigente hasta la entrada en vigor de la Constitución actual.[25]

Ciertamente, el proceso de constitu­cionalización fue sumamente complejo, inestable y convulso. No olvidemos que, como nos ha enseñado Bobbio, la política y el derecho son las dos caras de una mis­ma moneda.[26] Detrás de cada una de esas constituciones bullía una intensa lucha por el poder entre grupos que defendían proyectos, intereses e ideologías alternativas y encontradas. Observando un pe­ríodo particularmente intenso del siglo XIX mexicano, Emilio Rabasa sintetizó la com­plejidad de ese proceso de construcción constitucional:

En los veinticinco años que corren de 1822 en adelante, la nación mexicana tuvo siete congresos constituyentes que produjeron, como obra, un acta constitutiva, tres constituciones y un acta de reformas, y como consecuencia, dos gol­pes de Estado, varios cuartelazos en nombre de la soberanía popular, muchos planes revolucio­narios, multitud de asonadas e infinidad de protestas, peticiones, manifiestos, declaraciones y de cuanto el ingenio descontentadizo ha podido inventar para mover el desorden y encender los ánimos.[27]

Desde el desorden y ante el mismo, en medio de la lucha por el poder y por el proyecto de nación, con paso constante, se abrió brecha la idea de que los proyec­tos políticos tenían que traducirse en normas jurídicas constitucionales. Y, ante el peligro de la anarquía, esa idea prevaleció. Por ello, como premisa de arranque, es menester sentenciar que la historia de México ha sido la historia de la construcción de un Estado jurídico. Pero, además, no hay que dejarlo implícito: por debajo de esos ordenamientos constitucionales y concretamente de la Constitución actual, existe un entero aparato normativo com­puesto por otros documentos jurídicos (constituciones locales, leyes federales y locales, decretos, resoluciones jurisdiccio­nales) que componen al ordenamiento jurídico mexicano vigente. Ante el lugar común vale mejor la afirmación opuesta: México si es un país de leyes; si es un Estado jurídico. Una cosa distinta, que in­dagaremos mas adelante, es determinar si esas leyes se cumplen y si se cumplen igual para todos.

UN SEGUNDO LUGAR COMÚN: "MÉXICO NO ES UN ESTADO DE DERECHO"

Sí y no. Cuando enfrentamos este lugar común las cosas comienzan a complicar­se. Cualquier observador que eche un vis­tazo a la Constitución mexicana concluirá que nuestro país no solo es un Estado jurídico, sino que también es un Estado de derecho. EI articulado de nuestra carta fundamental, sobre todo en su primera parte, consagra todos y cada uno de los elementos que caracterizan a esta clase de Estados y que corresponden a 10 que en el mundo anglosajón se conoce como Rule of Law: derechos de libertad indivi­duales, separación de poderes y garantías jurisdiccionales (sobre todo los famosos artículos 14, 16 y 22 de la Constitución) que contemplan tribunales imparciales, impiden la retroactividad de la ley, esta­blecen derechos procesales, etc. Pero, además, según lo que establece la propia Constitución, México es un Estado democrático de derecho. Esto es así porque además de los elementos propios de todo Estado liberal de derecho, la Constitución contempla las instituciones que caracteri­zan a la forma de gobierno democrática: derechos políticos (sobre la base del sufragio universal), partidos políticos, elec­ciones periódicas, regla de mayoría, etc. Incluso, podemos ir más lejos: México es un Estado social y democrático de dere­cho. Es bien sabido que la Constitución mexicana de 1917 fue la primera constitución moderna que incluyo, junto a los derechos de libertad y a los derechos políticos, un catálogo de derechos socia­les fundamentales (educación, trabajo, vi­vienda, etc.). Todas las normas constitu­cionales que consagran ese amplio catálogo de derechos son normas vigen­tes (no sin algunas modificaciones más o menos relevantes) desde 1917.

Y, sin embargo, aquí comienzan las complicaciones: no todas las normas consti­tucionales, ni siquiera las más importantes desde el punto de vista de los individuos, son normas efectivas. Al menos no siempre lo han sido y no lo son para todos. EI exce­lente libro de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México,[28] reco­ge una frase de Andre Siegfried que da perfecta cuenta de esta situación, valede­ra para toda Latinoamérica y con estirpe histórica:

Nunca he oído hablar tanto de Constitución como en esos países en los que la Constitución se viola todos los días. Eminentemente juristas discuten seria y concienzudamente la significación de los textos de los cuales los políticos se burlan, y si uno sonríe, los doctores apuntan con el dedo los artículos que son la garantía del derecho. La ley no tiene majestad sino en las palabras.[29]

En el Laberinto de la soledad, refe­rente obligado para quien reflexiona sobre la cultura del mexicano, Octavio Paz también subrayo esta particularidad lati­noamericana, sellándola con una senten­cia categórica. Paz nos recuerda que las naciones latinoamericanas, una vez termi­nadas sus respectivas luchas de indepen­dencia, fueron adoptando constituciones más o menos liberales y democráticas. Pero nos advierte que, a diferencia de lo que sucedió en Europa y en Estados Uni­dos de América, dichas leyes no correspondían a una realidad histórica latinoa­mericana, sino que tenían como finalidad "[...] vestir a la moderna las superviven­cias del sistema colonial".[30] Por ello, en nuestros países, la "[...] ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaban. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente".[31] Y con ello, sentencia Paz definitivo, "[...] el dato moral ha sido incalculable y al­canza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con na­turalidad". [32]

La denuncia de Siegfried y las refle­xiones de Paz nos ayudan a entender la génesis de la enorme distancia entre el discurso constitucional y la realidad social y política que ha marcado la his­toria moderna de los países latinoame­ricanos. Los teóricos del derecho y los líderes políticos entendieron desde muy temprano que el constitucionalismo era un proyecto político orientado hacia la limitación del poder y, cuando venía acompañado del ingrediente democrático, hacia la distribución del mismo. Y resca­taron ambos ideales de las tierras que los vieron nacer, pero nunca se preocuparon por analizar el terreno en el que serian cul­tivados ni mucho menos en estudiar las condiciones que harían posible su puesta en práctica. Más bien lo contrario, busca­ron la forma de mantener el desorden detrás de la fachada.

La Constitución se convirtió en una bandera legitimante, en instrumento retórico del discurso oficial y no maduro como un verdadero proyecto político hacia el fu­turo. Triste paradoja: el Estado social y democrático de derecho se quedo en el papel, legalizando y legitimando a los po­derosos, y condenando a la realidad a un estado que Guillermo O'Donell no ha dudado en bautizar como el UnRule of Law latinoamericano. Resurge con fuerza la mentira denunciada por Octavio Paz. México, como gran parte de las naciones latinoamericanas, diseño sus instituciones para ocultar la realidad, no para transformarla. Al menos no durante un largo y oscuro periodo.

Valgan estas reflexiones para subrayar un dato: el estado de derecho, para ser real y efectivo, debe implantarse en insti­tuciones capaces de promover y proteger a los derechos fundamentales individua­les que le otorgan identidad y sentido. En México y en el resto de Latinoamérica las constituciones liberales y democráticas (cuando no fueron abiertamente deroga­das) tuvieron una vigencia desconectada y alejada de la realidad que supuestamente "constituyeron" y que idealmente transformarían. La práctica de cambiar las leyes para dejar intacta a la realidad, una especie de "gatopardismo" jurídico, se fue implantando en la cultura política de nuestras sociedades y descansa detrás de esa respuesta contradictoria -si y no­- que corresponde a la pregunta: ¿existe un estado de derecho en México?

Esa ambigüedad ha calado en la cultu­ra nacional. Según la encuesta Cultura de la Constitución en México elaborada por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, la mayoría de los mexicanos entrevistados asocia la palabra "constitución" simplemente con un conjunto de "normas, reglas y leyes". En segundo lu­gar, se piensa que la constitución es, de forma llana, "lo que rige al país". La ter­cera idea asociada nos dice que la constitución es un "órgano máximo". Y solo en cuarto lugar los mexicanos asocian la pa­labra constitución con su significado pri­migenio y fundamental: "derechos".[33]

Podemos afirmar que, mas allá de lo que las normas establezcan, mientras las per­sonas no conozcan sus derechos funda­mentales -no se supere la incultura de la legalidad- Y no rijan su convivencia coti­diana con base en los mismos, no pode­mos hablar de la plena vigencia del estado de derecho en México y de la cultura de la legalidad que debe acompañarlo.

UN TERCER LUGAR COMÚN: "LOS MEXICANOS NO CUMPLEN CON LA LEY"

Los párrafos anteriores abren las puertas para el análisis de este lugar común y pa­recen confirmar la siguiente reflexión de Héctor Aguilar Camín, rescatada por los autores del estudio Cultura de la Cons­titución en México al que se ha hecho referencia:

En materia de cultura de la legalidad, sigue vigen­te entre nosotros la vieja tradición mexicana de negociar políticamente la ley, esta larga tradición negociadora del sistema corporativo y clientelar ha permeado profundamente en la sociedad mexicana.)[34]

A pesar de lo sugerente de la opinión de Aguilar Camín y de los datos que mu­chas encuestas recientes ofrecen para sustentarla,[35] seria un error aceptar el lu­gar común en toda su aparente contun­dencia. Si los mexicanos no cumplieran la ley en absoluto vivirían en la anarquía, en una especie de estado de naturaleza como el que imaginó Hobbes y que sirvió de punto de partida para el pensamiento contractualista. Entre el México actual y países como Haití, Ruanda o Irak existe una gran diferencia. No es casual que di­versos teóricos contemporáneos de la política y del derecho, como ya hemos señalado, identifiquen a las constituciones como la expresión del pacto social que origina al Estado. No pretendo desviarme explo­rando esta veta teórica, solamente quiero subrayar que la prueba de que existe un cierto grado, suficientemente aceptable, de cumplimiento de la ley esta en la relativa estabilidad que caracteriza a nuestro país. Reconozco que esta reflexión general debe matizarse porque en el pasado inmediato y aún en el presente hemos vivido acon­tecimientos más o menos relevantes, más o menos generalizados, de riesgos de ines­tabilidad: piénsese, sólo por citar algunos ejemplos, en la toma del recinto legislati­vo por parte de personas a caballo, en los desfiles de personas armadas por las prin­cipales avenidas de la ciudad capital, en el bloqueo de oficinas públicas y vías generales de comunicación, en el secues­tro de funcionarios, en los linchamientos de presuntos delincuentes (e, incluso, de algunos policías) y en la aparición de gru­pos armados a los que casi nos hemos acostumbrado.[36]

Sin embargo, a pesar de éstos y otros episodios alarmantes de la historia reciente, es posible afirmar que en términos generales el país vive en condiciones de estabilidad. Lo que significa que, en términos también generales, los mexicanos orientan su actuación observando las le­yes fundamentales del país. También en la actualidad inmediata encontramos ejem­plos en los que la ruta de la legalidad ha servido para resolver conflictos sensibles y delicados. Un caso elocuente es el pro­cesamiento que se ha dado a la llamada "guerra sucia" de los años sesenta y se­tenta en el país. Mas allá de la opinión que nos merezca la ruta institucional ele­gida por el gobierno y de los resultados poco satisfactorios que al final se obtu­vieron, nadie puede negar que se optó por la vía jurídica para enfrentar esa triste his­toria de nuestro pasado. Lo mismo vale para conflictos electorales caracterizados por un altísimo grado de tensión política y social. Leyes e instituciones han servi­do de asidero para lidiar con conflictos que, de otra forma, bien pudieron poner en jaque a la estabilidad del país.

Fernando Escalante, autor de otro libro fundamental para entender la formación del México moderno,[37] ha reflexionado sobre las falacias que encierra el lugar común que ahora nos ocupa. Escalante advierte que los mexicanos sí cumplimos con la ley (o mejor dicho, con muchas le­yes) en ejemplos quizás evidentes, pero no por ello menos significativos: cotidianamente utilizamos el papel mone­da para realizar toda clase de transaccio­nes, respetamos los horarios de los servi­cios públicos, observamos principios constitucionales como la no reelección, etc.[38] Tiene razón. La idea de que "los mexicanos no cumplen la ley" debe acotarse para evitar que se convierta en una profecía que se autorrealiza. Aunque exista la impresión de que los mexicanos tienden a incumplir las normas, la realidad nos indica que hemos logrado implantar un nivel mínima aceptable de respeto de (una parte de) la normatividad vigente. Esta realidad es el horizonte hacia el que debemos apostar para consolidar una cul­tura de la legalidad democrática en México y no hacia un lugar común que, reforzándose en la apariencia, puede con­vertirse en realidad.

UN CUARTO LUGAR COMÚN: "LOS MEXICANOS SON CORRUPTOS POR NA­TURALEZA"

"EI que no transa no avanza", "un político pobre es un pobre político", "la política es para enriquecerse", "no hay peor error que vivir fuera del presupuesto", "no hay general que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos", "este es el año de Hidalgo (sexto año de gobierno), que chingue su madre el que deje algo", "más vale bolsa saca que bolsa seca" y un largo etcétera de refranes, consejas y ocurrencias populares dan cuenta de las distorsiones que con el tiempo han venido contaminando las relaciones de los mexi­canos con sus gobernantes, con las leyes y con la "cosa pública". En su libro sobre el tema, Corrupción y política en el México contemporáneo, Stephen D. Morris nos advierte que la "[...] omnipresencia de la corrupción en México no es un fe­nómeno reciente".[39]

El propio Morris recuerda que Eric Wolf documentó la difundida corrupción que caracterizó al México colonial; Lucas Alamán denunció los privilegios de los militares durante el siglo XIX y Alan Knight y Paul J. Vanderwood destacaron la di­fundida práctica de convertir a los ladrones en policías durante los periodos que antecedieron y siguieron a la Revolución Mexicana.[40] Morris también recuerda los escándalos de corrupción que caracteri­zaron los primeros años de industria­lización del país y, a lo largo de su libro, documenta el crecimiento del cáncer de la corrupción durante las décadas que siguie­ron a la Revolución. Un cáncer que fue creando una "cultura de la corrupción" que ha sido cuna de desconfianza y cinis­mo hacia los funcionarios públicos y la función publica en general."[41] Pero la corrupción no es un fenómeno exclusi­vamente mexicano ni se trata de un mal congénito de un régimen político en par­ticular. Es larga la lista de escándalos recientes que demuestran la amplitud de la mancha gris de los actos corruptos: des­de el escándalo del ex canciller Kohl en Alemania hasta el caso ENRON en los Es­tados Unidos o el escándalo de Parmalat en Italia, pasando por los sobornos que repartía Montesinos, el brazo fuerte de Fujimori, a los senadores en el Perú poco antes de la caída de ese funesto régimen, los sobornos cobrados por algunos sena­dores argentinos a cambio de su voto en la aprobación de la reforma a la ley labo­ral, los múltiples casos de corrupción que han caracterizado a la "transición" rusa o el otro escandaloso caso italiano, cono­cido como mani pulite, que sigue empa­ñando el ambiente político de ese país.[42]

Tampoco se trata de una práctica cir­cunscrita a ciertos sectores sociales: por ejemplo, en México, como bien sabemos, la "mordida" es una práctica difundida entre los más pobres y entre los más ri­cos.[43] Soborno y extorsión son males que involucran a funcionarios y ciudadanos de todos los niveles y (al menos casi) en to­das partes.[44] Pero hay sistemas políticos que encumbran la corrupción como engra­naje fundamental de su funcionamiento. Ese fue el caso de la maquinaria insti­tucional mexicana durante muchos años.[45] La personalización de la política y la simulación en el lenguaje que caracteri­zaron a muchos gobiernos posrevoluciona­rios constituyen un ejemplo de corrupción institucionalizada difícilmente superable.

Como bien lo advertía Morris:

[...] la corrupción en México emana de un des­equilibrio estructural de las fuerzas estatales y sociales, que de hecho confiere al Estado mexicano y a sus representantes un virtual monopo­lio de las oportunidades de riqueza y movilidad. Esa asimetría estructural fomenta un peculiar patrón de conducta corrupta caracterizado por una extorsión generalizada.[46]

Al describir el funcionamiento del sistema político mexicano durante las décadas pasadas, el mismo Morris subra­ya cómo la rotación, la falta de seguridad en el empleo, el deficiente funcionamien­to del sistema de jubilaciones, la personaIización de la política y el diseño jerárquico del sistema durante el régimen de partido hegemónico determinaron que "[...] la única manera de sobrevivir políticamente [consistiera] en acatar las reglas del sistema y disfrutar los beneficios del cargo publico".[47] Beneficios, no sobra decirlo, ilegítimos e ilegales que además servían como cementa para afianzar la lealtad y la dependencia hacia los superiores jerárquicos, creando un sentimiento de legiti­mación recíproco que ayudaba a evitar el conflicto entre la élite.[48] De esta forma la corrupción se afianzó como ingredien­te del sistema que sólo era perseguido cuando algún político caía en desgracia o cuando los dueños de la maquinaria de­cidían castigar a algún desertor o a algún enemigo político. O al menos eso denun­ciaban los acusados.

Pero no debemos perder de vista un dato fundamental: para la existencia de funcionarios corruptos deben existir ciu­dadanos corruptores. Por ello, la corrup­ción, una practica que no pocas veces se considera virtud, abrazó a los medios de co­municación, a las empresas, a los sindicatos, a muchos políticos de oposición, a mas de un académico y, ciertamente, a los ciuda­danos de a pie. Además, funcionaba como un excelente mecanismo de cooptación política que, entre otras cosas, desincentivaba la organización y la movilización ciuda­danas. Así las cosas, una vez institu­cionalizada, la corrupción se convirtió en un motor para el sistema, un salvavidas para la clase política y un combustible para la cultura nacional. Según Morris, la "cul­tura mexicana de la corrupción" que retroalimenta a la realidad corrupta y termina por justificarla, decretando su arraigo nacional,

[...] se caracteriza por la proliferación de la co­rrupción en la vida civil, por la glorificación cultural de la corrupción en ciertos sectores de la población, por el surgimiento de una morali­dad distorsionada en la clase media, por la desviación de la responsabilidad individual y por la difusión de la desconfianza y del cinismo hacia el gobierno y los funcionarios públicos.[49]

Subrayo dos datos de la cita que nos ofrecen coordenadas nuevas para retomar el discurso: a) en México el corrupto no solamente ha sido tolerado, sino que con frecuencia ha sido glorificado, y b) la corrupción aniquila el sentimiento de res­ponsabilidad individual. En un contexto en el que (al menos en apariencia) todos roban, el que no lo hace destaca por su imbecilidad y los que sí lo hacen diluyen su acción en el actuar colectivo: ¿por qué no he de aprovecharme si todos los de­más se aprovechan? Además, corre como pólvora la tranquilizante idea de que abs­tenerse del robo individual de nada sirve para frenar el atraco generalizado. Nadie duda que existan leyes en la materia y que la corrupción sea un acto jurídicamente sancionado, pero todos calculan los costos que pagaría aquel que "arroje la primera piedra". Es así como se fue gestando una "cultura de la corrupción", reflejo de una verdadera cultura de la ilegalidad, durante largos años: tú robas, yo robo, todos robamos.

Pero no perdamos de vista que el siste­ma político mexicano ha cambiado sustantivamente en los últimos años. Nadie puede negar la transformación democra­tizadora de las últimas décadas: hoy en día todos los partidos políticos compiten en condiciones equitativas para ganar el voto popular en contiendas limpias y transparentes. A pesar de las múltiples interpretaciones que se han dado a nuestra transición hacia la democracia, no es po­sible negar los datos duros que la realidad ofrece: alternancia en todos los niveles de gobierno, pluralidad política expresada en partidos políticos competitivos, autorida­des electorales confiables, limitaciones recíprocas entre los diferentes poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) ,libertad de expresión como ejercicio permanente, etc.[50] Sin duda falta mucho por hacer para consolidar la vida política democrática del país (sobre todo en términos de lo que se suele llamar “gobemanza"), pero los cambios están ahí ante los ojos incluso de quie­nes se niegan a reconocerlos.

De esta forma, poco a poco y después de un largo proceso de reformas, la reali­dad nacional se ha venido acercando al proyecto constitucional. Negarlo sería miope. Si a esto le sumamos una mayor independencia judicial que, aunque todavía con enormes rezagos, crece día con día y una sociedad civil mucho mas or­ganizada y actuante que en el pasado reciente (la teoría indica que las organiza­ciones sociales contribuyen a inhibir la corrupción), tenemos que muchos de los rasgos estructurales que en el análisis de Morris explicaban la corrupción tienden a ser superados. Todavía es muy pronto para hacer un balance del impacto cultu­ral que ha tenido y tendrá esta profunda transformación institucional (que ha im­plicado una enorme mutación política), pero podemos suponer que el nuevo fun­cionamiento del sistema (con los cambios que ha implicado en su diseño) modificará los patrones de la corrupción. La sola crea­ción de instituciones "de transparencia", como el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública, apuntan en esa di­rección virtuosa. EI propio Morris, al ana­lizar las crisis económicas de los años ochenta y la paulatina apertura del siste­ma político de esos años, advertía una posible "crisis de la corrupción".[51] Una crisis anunciada por el debilitamiento del Estado como factor de cooptación, terreno privilegiado para los acuerdos intraélite y factor de movilidad social, por la com­petencia política y la alternancia en el poder, por la pluralidad expresada en las instituciones de representación, por la transformación del modelo de desarrollo económico, etc. Hoy sabemos que todos estos aspectos se han venido materializan­do. Pero, ¿podemos decretar que también nuestra cultura, al menos en esta materia, esta cambiando? Dejo abierta la pregunta para el lector.
Recapitulando. Los mexicanos no son corruptos por naturaleza, pero durante muchas décadas la corrupción se fue con­virtiendo en un ingrediente institucio­nalizado basilar para el funcionamiento del sistema político mexicano. De esta forma el fenómeno de la corrupción se fue instalando en la cultura política nacional dando lugar a una verdadera cultura de la corrupción en México. Mundialmente famosa, por si fuera poco. Los cambios recientes a nuestro sistema político, que permiten hablar de una transición hacia la democracia en el país y de un mayor acer­camiento entre la realidad y el proyecto constitucional, sientan las bases para po­ner en marcha mecanismos institucionales que disminuyan los índices de corrupción. Ciertamente la corrupción es un fenóme­no complejo que no saldrá totalmente por la ventana ahora que ha entrado la democracia por la puerta grande (los escándalos en las democracias consoli­dadas son el mejor recordatorio de la per­sistencia de este mal inevitable), pero enfrentamos una coyuntura inédita para avanzar en el frente de la transformación cultural. Convencernos a nosotros mis­mos y convencer a los demás de que aho­ra, con las nuevas reglas y por el bien de todos, "el que transa no debe avanzar", es el primer paso para evitar que los corruptos y la cultura de la corrupción si­gan avanzando.

QUINTO LUGAR COMÚN: "LOS MEXICA­NOS NO SON IGUALES ANTE LA LEY"

Este triste lugar común, confirmado por la realidad, es la negación de ilustres idea­les: "nadie por encima de la ley", "la ley es la misma para todos", "la ley no distingue entre las personas". Frases he­chas que son la negación de este lugar común que, en positivo, evocan uno de los ideales liberales y democráticos más valiosos: todo individuo, por el solo hecho de serlo, deberá obtener el mismo trato que los demás. Al menos formalmente. ¿Qué quiere decir esto? Simple: que reci­biremos el mismo trato de las autorida­des, que éstas actuarán de manera im­parcial en los conflictos entre individuos y que podremos prever las consecuencias jurídicas de nuestros actos en igualdad de condiciones.

Esta igualdad jurídica también pro­mueve una especie de igualdad sustantiva: aquella que nos dice que todos somos iguales en derechos fundamentales y que el Estado debe garantizar que los derechos de todos sean debidamente satisfechos. En teoría esto vale para los derechos de libertad (medalla del pensamiento liberal), para los derechos políticos (conquista del pensamiento democrático) y para los derechos sociales (bandera del pensamiento socialista). Re­gresamos a nuestro punto de partida: el Estado (social y democrático) de derecho promueve la igualdad en derechos de todas las personas. Pero en México, durante años y aunque las cosas han comenzado a cambiar, ese ideal transformador no ha dejado de ser una proclama enunciada elocuentemente en la Consti­tución. De ahí el tino del lugar común. Formalmente somos iguales ante la ley, pero en la práctica recibimos un trato di­ferenciado.[52] La mentira que denuncia Octavio Paz regresa con angustiante actualidad. Sabemos que nuestra Consti­tución recogió los principios más nobles que habían quedado plasmados en las cons­tituciones americana de 1787 (sobre todo en algunas de sus enmiendas, particular­mente en el Bill of Rights de 1791), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la Constitución francesa de 1793 y la Constitución espa­ñola de 1812. Pero también sabemos que nuestra realidad política y social apenas puede compararse, en aquel entonces y en el presente, con las realidades de di­chos países. Aquí retoma sentido nuestra distinción entre cultura (y práctica) jurídica y cultura de la legalidad.
La desigualdad en los hechos y ante el derecho entre las personas es una dife­rencia devastadora. Como advirtió Samuel Ramos, nuestra vida nacional se desdobla en dos planos separados, "uno real y el otro ficticio", y cuando la "[...] vida se desenvuelve en dos sentidos distintos, por uno la ley y por el otro la realidad, esta última siempre será ilegal".[53] El propio Ramos rescata para nosotros esta elo­cuente frase de García Calderón que nos permite cerrar la idea:

El desarrollo de las democracias iberoamericanas difiere considerablemente del admirable espíritu de sus cartas políticas. Estas contienen todos los principios de gobiernos aplicados por las grandes naciones europeas, armonía de poderes, derechos naturales, sufragio universal, asambleas repre­sentativas; pera la realidad contradice el idealis­mo de estos estatutos importados de Europa.[54]

En síntesis, la igualdad ante la ley es una justa y valiosa proclama constitucionalizada que no ha terminado de instalar­se en la realidad mexicana. Ni siquiera ahora que podemos presumir un clima de libertades civiles y políticas sin preceden­te en nuestra historia. La realidad indica que detrás de la igualdad jurídica descan­sa una indignante y apremiante desigual­dad económica que nos recuerda que nuestros rezagos siguen siendo estructurales. Desigualdad, esta última, que trae aparejadas divergencias alimenticias, educativas, de salud, de oportunidades, etc. Parecería que, en una triste paradoja, al quedar plasmada en la Constitución, la igualdad abstracta quedó como la única igualdad posible. Paz lo había denunciado con su particular agudeza: "[...] al fundar a México sobre una noción gene­ral del Hombre y no sobre la situación real de los habitantes de nuestro territorio, se sacrificaba la realidad a las palabras y se entregaba a los hombres de carne a la voracidad de los mas fuertes".[55] A los más fuertes que siguen estando ahí disfrutando sus privilegios. Y esto, inevita­blemente, pesa sobre la conformación de la cultura. De unos, de otros y de los de en medio.

Me atrevo a contar una anécdota real que testimonie hace unos diez años en la casa de campo de la familia de un empresario que también ha tenido una destacada trayectoria política y que, me parece, ilustra como se consolida una cultura de la desigualdad entre desiguales de facto. En aquella ocasión compartían la mesa empresarios y políticos de relevancia nacional con sus respectivas fami­lias. A media tarde, cuando los adultos se disponían a beber un digestivo y a disparar al blanco con escopeta, la pru­dencia sugirió alejar a los menores: un grupo de pequeños y pequeñas que gusto­samente aceptaron ir a dar la vuelta en una carreta jalada por un caballo que, a su vez, seria tirado por otros pequeños cuyas familias no pertenecían al selecto grupo. Los hijos de los trabajadores tra­bajaban para los hijos de los patrones como tiradores de caballo. Niños y niñas, en ambos lados de la carreta, que estaban aprendiendo que en este país no todos son iguales. Unos van arriba y otros van abajo. La discriminación y el recelo hacia los "otros", los "distintos" se incuba en esas postales de domingo. Sobra mencionar que ninguno de los adultos pareció extrañarse. Unos se preparan para gobernar, los otros siguen ensillando sus caballos: toda una cultura de la desigualdad.

Como se ha insistido en la primer parte de este documento, cuando hablamos de la (cultura de la) legalidad, que en un Estado de derecho significa hablar de los derechos fundamentales (de libertad políticos y sociales), iguales para todo, estas anécdotas no son banales. EI trato desigual y discriminatorio forma parte de una cultura que nada tiene que ver con los Estados sociales y democráticos de derecho. Constituyen su negación absoluta. De hecho, estas reflexiones anteriores me obligan a plantear una pregunta para la que no tengo una respuesta satisfactoria: si no existe una igualdad de facto ante la ley, mucho menos una igualdad e derechos (en el acceso a la garantía de los mismos) y en la manera de relacionarnos entre nosotros: ¿es posible, resulta sensato, indagar cuál es la cultura de la legalidad en México? En otras palabras, ante tantas desigualdades, ¿existe algo como una cultura de la legalidad compartida por todos los mexicanos? Ya lo adelantaba: no tengo la respuesta. Sin embargo, estoy convencido de que las culturas pueden transformarse y/o cons­truirse, aunque lo hagan paulatinamente, y que el principio de igualdad es un buen faro hacia el que debemos orientar nues­tro replanteamiento cultural. Al menos por lo que hace a la cultura de la legalidad democrática.

UNA REFLEXIÓN FINAL, PERO NO CON­CLUYENTE

Nuestra historia política y nuestra reali­dad social brindan ciertas claves para de­linear algunos rasgos de la cultura de la legalidad en México. Atando cabos es posible entrever en la ambigüedad un posible hilo conductor: México, desde 1917, ha sido un Estado social y demo­crático de derecho en el que el Estado ha pasado desde un autoritarismo que negó el rasgo democrático, descuidó el carácter social y muchas veces pisoteó las garantías que supone el apelativo "de derecho", hacia una democracia que no ha sido capaz de enfrentar el rezago social y que busca dar vigor a su natura­leza "de derecho", pero sin la legitimidad suficiente para utilizar la fuerza del "Es­tado" (o lo que queda de ella). Nuestra cultura ha quedado atrapada en esa ambigüedad. En medio de tanta complejidad es difícil encontrar el nudo gordiano que atrapa nuestra (in)cultura de la (i)legalidad y, mientras no lo encontremos, será im­posible cortarlo. Mi hipótesis es que el combate contra la desigualdad en todos sus niveles puede ser la clave para recom­poner nuestras relaciones con las auto­ridades, con los otros y con las leyes. Una cultura de la legalidad democrática es una cultura de la igualdad en derechos que sólo florece cuando una base de igual­dades materiales, educativas, etc., le dan sustento. Transformar la cultura de la des­igualdad, de la corrupción y del miedo en una cultura de la legalidad democrática es una tarea titánica que sólo será reali­zable si superamos la ambigüedad que existe entre lo que dicta el discurso y lo que muestran los hechos.

Mientras nuestra sociedad sea el reino de la desigualdad (económica, social, de facto jurídica) seguirá siendo cuna de la violencia, civil o política, privada o estatal y de los discursos que reclaman una "cul­tura de la legalidad a secas". En cambio, la cultura de la legalidad que imagino, la que exige un Estado democrático de de­recho, tiene más que ver con la solidari­dad, la corresponsabilidad, el sentido de lo público, la tolerancia y el contacto in­terpersonal que con el uso de la fuerza pública, la fortificación de lo privado, el aislamiento interpersonal, la envidia y la desconfianza. Ciertamente el Estado tie­ne la obligación de garantizar la paz social, los derechos patrimoniales de las personas y, sobre todo, sus derechos fun­damentales a la integridad física y a la vida. Pero el camino para hacerlo no es restringiendo libertades y exigiendo un cumplimiento ciego de las normas. Todo lo contrario: la única manera de proteger los derechos de unos cuantos es garanti­zar los derechos de todos y eso se logra cuando existe una conciencia compartida de los principios que dan sustento a la democracia constitucional. Empezando por el mínimo de derechos sociales permitan tener una vida digna, como miembros activos de su sociedad, a las nuevas generaciones de los que nada tienen. Una cultura afianzada en estos principios es la única compatible con un Estado social democrático de derecho. Una cultura de la corresponsabilidad social y del respeto mutuo entre personas que se reconocen como iguales.

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PRINCIPIOS Y VALORES DE LA DEMOCRACIA*
Luis Salazar

La soberanía popular

De acuerdo con su significado original, democracia quiere decir gobierno del pueblo por el pueblo. El término democracia y sus derivados provienen, en efecto, de las palabras griegas demos (pueblo) y cratos (poder o gobierno). La democracia es, por lo tanto, una forma de gobierno, un modo de organizar el poder político en el que lo decisivo es que el pueblo no es sólo el objeto del gobierno lo que hay que gobernar sino también el sujeto que gobierna. Se distingue y se opone así clásicamente al gobierno de uno la monarquía o monocracia o al gobierno de pocos -la aristocracia y oligarquía. En términos modernos, en cambio, se acostumbra oponer la democracia a la dictadura, y más generalmente, a los gobiernos autoritarios. En cualquier caso, el principio constitutivo de la democracia es el de la soberanía popular, o en otros términos, el de que el único soberano legítimo es el pueblo.

Para entender este principio conviene aclarar, primero, el significado de la palabra soberanía. En el desarrollo de las complejas sociedades nacionales modernas surgió la necesidad de contar con un poder centralizado, capaz de pacificar y someter dentro de un territorio determinado tanto a los poderes ideológicos -iglesias, universidades, medios de comunicación, etc.- como a los poderes económicos -grupos financieros, empresariales, corporaciones, etc. - mediante la monopolización de la violencia legítima. Emergió así el Estado político moderno como instancia de defensa de la unidad nacional tanto frente a las amenazas externas como a los peligros internos de disgregación. Para ello dicha instancia tuvo que afirmar su poder como poder soberano, es decir, superior políticamente al de cualquier otro poder, tanto externo como interno.

Empero, la configuración de una instancia de tal naturaleza sólo podía tener sentido si se evitaba que su poder fuera arbitrario o abusivo, Por ello, el Estado moderno hubo de configurarse como Estado de derecho, es decir, como un poder encargado de elaborar y hacer cumplir las leyes, pero también un Estado sujeto a las propias leyes establecidas.

La soberanía del Estado, del poder político, se transformó así en soberanía de la legalidad, donde las propias instituciones estatales se encuentran jurídicamente limitadas en sus competencias y atribuciones. Con este fin se desarrolló la técnica de la división de los poderes en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de tal manera que se evitara tanto la concentración como la extralimitación o abuso del poder. Al distinguirse al menos tres funciones del Estado en instancias diferentes, cada una debe servir para controlar y evitar los potenciales abusos de las demás.

Sin embargo, dicho control del gobierno por el gobierno sólo pudo consolidarse mediante la democratización de la soberanía estatal, esto es, mediante la sustentación del imperio de la legalidad en la soberanía popular. Básicamente ello significa que el poder supremo, el poder soberano, sólo puede pertenecer legítimamente al pueblo, y que es éste y nadie más quien debe elaborar, modificar y establecer las leyes que organizan y regulan tanto el funcionamiento del Estado como el de la sociedad civil.

De esta manera, el Estado nacional propiamente moderno desemboca progresivamente en Estado soberano, constitucional y democrático, entendiéndose que soberanía, constitucionalidad y democracia son dimensiones esenciales que deben apoyarse recíprocamente. O, en otras palabras, que la afirmación del principio de la soberanía popular requiere de un Estado capaz de afirmarse como poder superior, como poder legal y como poder representativo de la voluntad popular. Por eso un Estado que se ve sometido a poderes externos o internos de cualquier naturaleza, o uno que no puede cumplir y hacer cumplir las leyes, o uno que no logra representar legítimamente la voluntad del pueblo no es, por definición, un Estado que encarne efectivamente el principio de la soberanía popular.

Cuando se dice entonces que el pueblo es soberano se quiere decir que la fuente última de todo poder o autoridad política es exclusivamente el pueblo; que no existe, por ende, ningún poder, ninguna autoridad por encima de él, y que la legalidad misma adquiere su legitimidad por ser expresión en definitiva de la voluntad popular. Nótese bien que lo decisivo para el principio democrático no es, como en ocasiones se pretende, que se gobierne para el pueblo, para su beneficio y bienestar: gobiernos autoritarios y dictatoriales pueden, de hecho, pretender hacerlo así; y gobiernos democráticamente configurados, en cambio, pueden desarrollar políticas que se revelan contrarias a esos supuestos beneficio y bienestar. No es, por lo tanto, el contenido político- de un gobierno lo que determina su naturaleza democrática o autocrática, sino el modo en que este gobierno es constituido y legitimado. La democracia es, estrictamente, el gobierno que se sustenta en el principio de la soberanía popular, es decir, el gobierno del pueblo por el pueblo.

¿Cómo puede gobernar el pueblo?

Lo anterior suscita de inmediato una pregunta: ¿cómo es posible que se realice la soberanía popular, es decir, el gobierno por el pueblo? Pregunta que remite a una cuestión previa, para nada ingenua: ¿Quién es el pueblo soberano, el pueblo que gobierna? Buena parte de los debates acerca de la democracia se relacionan con la manera en que se entienden los términos pueblo y popular pues, en los hechos, estos términos son abstracciones, es decir, conceptos generales que no se refieren a objetos empíricos, sino a colectivos relativamente convencionales. Así, en la teoría de la democracia la categoría de pueblo gobernante ha tenido muy diversos significados que nunca han coincidido con el conjunto de los habitantes de una sociedad determinada. Es decir, con el pueblo gobernado.

De esta manera, cuando en las sociedades democráticas modernas se habla del pueblo soberano, esta expresión se refiere exclusivamente al conjunto de los ciudadanos, es decir, de los hombres y mujeres que gozan de derechos políticos y que pueden, por consiguiente, participar de un modo o de otro en la constitución de la voluntad política colectiva.


El principio de la representación política democrática

Las tareas gubernamentales -la elaboración, discusión e implantación de políticas públicas- suponen hoy día un alto grado de complejidad y especialización. Los gobiernos contemporáneos tienen que tomar constantemente decisiones de acuerdo con circunstancias cambiantes, asumiendo responsabilidades por las mismas y evaluando sus resultados. Todo ello vuelve inviable, e incluso indeseable, la participación permanente de la ciudadanía en su conjunto, que no sólo desconoce generalmente la complejidad de los problemas en cuestión sino que, por razones evidentes, no puede dedicarse de tiempo completo a las tareas de gobierno. Un Estado que por incrementar la democracia pretendiera poner a discusión y votación del pueblo todas y cada una de las medidas a tomar no sólo caería en políticas incoherentes y contradictorias, sino que también se volvería intolerable para el buen funcionamiento de la sociedad al exigir de los ciudadanos una dedicación total en las cuestiones públicas.

Por ello, la democracia moderna sólo puede ser representativa, es decir, basarse en el principio de la representación política. El pueblo -los ciudadanos en su conjunto- no elige de hecho, bajo este principio, las políticas a seguir, las decisiones a tomar, sino que elige a representantes, a políticos, que serán los responsables directos de tomar la mayoría de las decisiones. Ello no anula, por supuesto, la posibilidad de que en algunos casos excepcionales (la aprobación de una ley fundamental o de una medida extraordinaria) se pueda recurrir a un plebiscito, es decir, a una votación general para conocer la opinión directa de la ciudadanía. No obstante, debieran ser evidentes las limitaciones de un procedimiento que, por naturaleza, excluye la complejidad de los problemas así como la necesidad de discutir ampliamente las políticas a seguir, y que sólo puede proponer alternativas simples a favor o en contra.

De esta manera, la selección y elección democrática de los representantes y funcionarios se convierte en un momento esencial de la democracia moderna. Por ello, buena parte de las reglas del juego democrático tiene que ver con las instancias, formas y estrategias relacionadas con los procesos electorales, pues es en estos procesos donde el pueblo soberano, la ciudadanía activa, hace pesar directamente su poder (sus derechos políticos) mediante el voto. Es en ellos, además, donde cada individuo, independientemente de su sexo, posición social o identidad cultural, puede expresar libremente sus preferencias políticas, en el entendido de que ellas valdrán exactamente lo mismo que las de cualquier otro individuo.

Es evidente, sin embargo, que en sociedades donde votan millones de personas la elección de representantes y gobernantes no puede hacerse sin mediaciones, so pena de una inmanejable dispersión de los sufragios. Es por ello que la democracia moderna requiere de la formación de partidos políticos, de organizaciones voluntarias especializadas precisamente en la formación y postulación de candidatos a los puestos de elección popular. Los partidos son, por lo tanto, organismos indispensables para relacionar a la sociedad civil, a los ciudadanos, con el Estado y su gobierno, en la medida en que se encargan justamente de proponer y promover programas de gobierno junto con las personas que consideran idóneas para llevarlos a la práctica. Ahora bien, el sufragio sólo puede tener sentido democrático, sólo puede expresar efectivamente los derechos políticos del ciudadano, si existen realmente alternativas políticas, es decir, si existe un sistema de partidos plural, capaz de expresar, articular y representar los intereses y opiniones fundamentales de la sociedad civil.

Es mediante las elecciones, entonces, que el pueblo soberano, los ciudadanos, autorizan a determinadas personas a legislar o a realizar otras tareas gubernamentales, constitucionalmente delimitadas, por un tiempo determinado. Con ello el pueblo delega en sus representantes electos la capacidad de tomar decisiones, en el entendido de que una vez transcurrido el lapso predeterminado podrá evaluar y sancionar electoralmente el comportamiento político de los mismos. De esta manera, a pesar de las mediaciones y a través de ellas, se asegura que sea la soberanía popular la fuente y el origen de la autoridad democráticamente legitimada.

La democracia moderna es, en suma, un conjunto de procedimientos encargados de hacer viable el principio fundamental de la soberanía popular, el gobierno del pueblo por el pueblo. Se trata, por ende, de una democracia política, en la medida en que es básicamente un método para formar gobiernos y legitimar sus políticas. Se trata de una democracia formal, porque como método es independiente de los contenidos sustanciales, es decir, de las políticas y programas concretos que las diversas fuerzas políticas promuevan. Y se trata, además, de una democracia representativa, por cuanto la legitimidad de dichos gobiernos y políticas debe expresar la voluntad de los ciudadanos o, por lo menos, contar con el consenso explícito de los mismos.

Así definida, la democracia moderna ha de entenderse como una democracia procedimental o formal, como un método y no como una política o programa de gobierno particular que pueda identificarse con tal o cual partido, con tal o cual ideología política. La democracia no debe verse, por lo tanto, como una solución de los problemas que aquejan a una sociedad, ni como una «varita mágica» que posibilite la superación de todas las dificultades.

Como método, la democracia moderna sólo es capaz de enfrentar un problema -aunque ciertamente se trata de un problema crucial: el de cómo formar gobiernos legítimos y autorizar programas políticos. O, en otras palabras, los procedimientos democráticos sirven no para resolver directamente los problemas sociales, sino para determinar cómo deben plantearse, promoverse e implantarse las políticas que pretendan resolver esos problemas. Importa subrayar este punto, pues no pocas veces se genera la ilusión de que la sola democracia va a permitir la superación de todas las dificultades y conflictos. Ilusión que no sólo provoca desencantos ulteriores, sino que oscurece además la necesidad de que tanto los ciudadanos, como los partidos y representantes, elaboren y promuevan democráticamente verdaderas soluciones para los problemas sociales existentes.

Cabría preguntar, entonces, si la democracia moderna es solamente formal, política y representativa, si es tan sólo un método, un conjunto de procedimientos, ¿por qué es deseable la democracia? o en otros términos: ¿cuáles son los valores que hacen preferible políticamente a la democracia como forma de gobierno frente a sus alternativas autoritarias? o más todavía, ¿por qué se cree que el pueblo debe autogobernarse? Para responder a estas cuestiones es preciso entonces abordar los valores políticos presupuestos por los ordenamientos democráticos.

Pluralidad

Las sociedades modernas están cruzadas por una diversidad de intereses, concepciones, puntos de vista, ideologías, proyectos, etc. Las diferencias de oficio, de riqueza, de educación, de origen regional, etc., construyen un escenario donde coexisten diferentes corrientes políticas.

Para quienes piensan que un grupo social, un partido o una ideología encama todos los valores positivos, y que sus contrarios o antagonistas de igual forma encarnan todos los valores negativos, el tema de la pluralidad solamente puede observarse como algo indeseable, que reclama su supresión para organizar a la sociedad bajo una sola concepción del mundo, una organización y unos intereses igualmente monolíticos.

Puede afirmarse que, desde esa óptica, el pluralismo es entendido como un mal que debe ser conjurado agrupando a la sociedad bajo un solo mando. Tanto las concepciones integristas religiosas como las revolucionarias dogmáticas coincidirían en la necesidad de superar el pluralismo, construyendo la unidad monolítica del pueblo-nación. Por el contrario, la fórmula democrática parte de reconocer ese pluralismo como algo inherente y positivo en la sociedad que debe ser preservado como un bien en sí mismo. No aspira a la homogeneización ni a la unanimidad porque sabe que la diversidad de intereses y marcos ideológicos diferentes hacen indeseable e imposible -salvo con el recurso de la fuerza- el alineamiento homogéneo de una sociedad.

Ese pluralismo, además, permite no sólo relativizar las certezas políticas, sino que teóricamente obliga a un procesamiento más cuidadoso y racional de los asuntos públicos. De tal suerte que el pluralismo, de suyo, es evaluado como un valor positivo.







LA FORMACIÓN DEL CONCEPTO DE ESTADO DE DERECHO*
Jesús Rodríguez Zepeda

(...) Durante la Edad Media (siglos V al XIV) la noción de ley se mantuvo vinculada al ejercicio de la razón -que como hemos visto es una herencia clásica-, tratando con ello de ofrecer principios de justicia para evitar el despotismo y la arbitrariedad del poder. Sin embargo, la discusión decisiva a propósito de la ley giró en torno a su origen. Según el pensamiento cristiano escolástico que predominó durante la Edad Media, toda ley, natural o humana, era una expresión de la voluntad de Dios y, de existir en el mundo algún tipo de orden, éste habría de provenir no de los hombres, sino de Dios.

La concepción medieval de la ley otorgaba a ésta una racionalidad plena, toda vez que provenía de la voluntad divina. Los reyes de la tierra, según esta visión del mundo, poseían el poder político no por sus esfuerzos o su talento, sino por la gracia divina. El derecho a gobernar, entonces, era un «derecho divino», pues la fuente de la legitimidad del poder y de las leyes que éste promulgaba residían en Dios y no en los hombres. La idea de un derecho divino para gobernar suponía la existencia de una sociedad claramente estratificada y jerarquizada, con un pensamiento religioso común guiado por la Iglesia. Las leyes, por supuesto, eran racionales y universales, pero siempre en el sentido en que lo es toda expresión de una voluntad divina. En todo caso, la dispersión del poder político que caracterizó a esta época fue compensada por el predominio de los valores religiosos compartidos por la cristiandad.

La crisis de esta concepción de la ley, como la de muchas otras ideas medievales, habría de venir con el Renacimiento (siglo XVI). Basta recordar que fue Maquiavelo, en El príncipe[56], quien hizo una severa crítica a la idea de que el soberano último en cuestiones políticas es Dios. Aunque Maquiavelo realmente se interesa poco por el estatuto de las leyes en las relaciones políticas, su descripción de las relaciones de poder como resultado de las virtudes (no morales, sino prácticas) y estrategias de los hombres reales preparó el camino para pensar que las leyes derivaban de la voluntad de los hombres y no de la de Dios. Maquiavelo, al laicizar la política (es decir, al excluir de su argumentación los criterios religiosos), abrió las puertas a la modernidad política.

La modernización de la política tiene, entonces, un rasgo característico: devuelve a los hombres las cuestiones que en la Edad Media aparecían como patrimonio exclusivo de Dios. Pero esta reposición de la dignidad y protagonismo humanos abrió en seguida nuevos problemas. En el caso de las leyes, el dilema era el siguiente: si la garantía de justicia de las leyes se había esfumado con la renuncia a fundamentarlas en la voluntad divina, ¿cómo podrían definirse leyes justas partiendo únicamente de los hombres?

Ciertamente, la pérdida de Dios como criterio de justicia obligaba a buscar nuevos fundamentos para el poder político y sus leyes. Algunos de ellos fueron postulados por autores como Hugo Grocio y Thomas Hobbes. El primero, en su obra De jure belli ac pacis (Del derecho de la guerra y de la paz, 1625), tratando de justificar la existencia de ciertos principios que debían regular las relaciones entre naciones, actualizó la noción de derechos naturales (que provenía de la Edad Media) relacionándola con la idea de que la soberanía era un atributo de los Estados. Aunque su argumentación atendía sobre todo al tema de las relaciones internacionales, los conceptos que utilizó permitieron el desarrollo de una teoría moderna de los derechos naturales. Este desarrollo habría de adquirir sistematicidad en la obra del filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes, quien intentó fundamentalmente ofrecer una respuesta científica al problema de la obligación política.

Si, como hemos dicho, la referencia a la voluntad divina como fuente de la autoridad había venido a menos, surgía entonces el problema de justificar la obediencia de los súbditos al poder de un soberano sin recurrir a principios trascendentales[57]. Para responder a esta cuestión, Hobbes estableció algunos conceptos que serían decisivos en todo el pensamiento político posterior. (...) El problema aparece cuando, al ejercer cada hombre su libertad -hacer lo que le dicta su voluntad-, entra en conflicto con otros hombres igualmente libres y soberanos y pone en riesgo su vida. Ya que, según Hobbes, la vida es el valor fundamental, los hombres deciden celebrar un «contrato» mediante el cual renuncian a todo aquello que puede poner en riesgo la vida y la seguridad de los demás (es decir, renuncian al ejercicio de su derecho natural) y aceptan obedecer a un «soberano», autorizándolo a imponer el orden y garantizar la defensa de la vida de cada uno. Éste es el momento de fundación simultánea de la sociedad (pactum societatis) y del gobierno (pactum subjetionis), a partir del cual los hombres están obligados a respetar las leyes del soberano que han autorizado.

No obstante que Hobbes aporta las ideas fundamentales de que la soberanía reside originalmente en los individuos y que un gobierno sólo es legítimo si proviene de la voluntad de los hombres, su teoría acaba justificando la concentración absoluta del poder en una sola figura --por eso Hobbes es un defensor del llamado «absolutismo»--, pues no considera posible que los súbditos conserven derechos propios después del contrato social. La idea de que existen derechos naturales que no se pierden con el contrato no tardaría mucho en aparecer, y sería hacia el final del mismo siglo XVII cuando el filósofo John Locke reformularía la teoría del contrato a partir de la noción de libertad individual irrenunciable. Con él aparecería la primera formulación del Estado de derecho.

Locke daría un paso adelante al proponer que esta legitimidad no sólo estaba, como en Hobbes, en el origen del gobierno y las leyes, sino también en su control y vigilancia por parte de los ciudadanos. Para que esto sucediera, Locke tuvo que proponer la libertad de los individuos como un valor inmutable, es decir, como un derecho natural no sujeto a regateos ni negociaciones. En su Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Locke parte también de la idea de un estado de naturaleza, es decir, de una situación originaria previa a la creación de la sociedad en la cual los hombres, por el simple hecho de serlo, poseen una serie de derechos y libertades. Que se encuentran salvaguardados por un principio de la razón llamado ley natural (según Locke, establecida por Dios), que ordena a los hombres no atentar contra la vida, salud, libertad o posesiones de sus semejantes. En esta situación «casi» ideal, los hombres disfrutan de ciertos derechos fundamentales: a la libertad, la igualdad, la propiedad y a castigar a quienes no respeten las prohibiciones de la ley natural.

De entre estos derechos el fundamental es el de libertad, de cuya conservación depende el ejercicio de los restantes. Sin embargo, la misma libertad que permite a los hombres la convivencia pacífica puede ser mal usada por algunos al desobedecer la norma de la ley natural, es decir, al atacar a un semejante en su libertad, salud o posesiones(...) Como todos los individuos tienen derecho a castigar a los transgresores de la ley natural, cualquier hombre está autorizado para fijarles un castigo y aplicarlo. Sin embargo, señala Locke, lo más seguro es que quienes pretendan sancionar a un infractor sean los afectados directamente por su acción, y por tanto hay el riesgo de que el castigo así ejercido sobrepase la magnitud del daño infligido, pues «nadie es buen juez de su propia causa» (...) Como los hombres no podrían despojarse de su inclinación a castigar, lo mejor sería, piensa Locke, que dejasen en manos de representantes autorizados por ellos la función de ejercer la justicia.

Con ello se ganaría la posibilidad de un sistema de justicia objetivo, es decir, ejercido sin parcialidad, al tiempo que se garantizaría la defensa y el fortalecimiento de los derechos irrenunciables de libertad, igualdad y propiedad (...) El orden social es creado como un mecanismo para garantizar el libre ejercicio de los derechos que los hombres poseen por naturaleza, y el gobierno surge como una figura cuya obligación es precisamente la conservación de ese orden. Las ideas políticas de Locke ofrecen ya dos rasgos distintivos de la noción de Estado de derecho. Por un lado, la concepción de que el derecho emana de la voluntad de los ciudadanos y se orienta a garantizar el ejercicio de sus libertades y derechos fundamentales. Por otro, la definición del gobierno como un mandatario de los ciudadanos cuyo poder está limitado por las propias condiciones que constituyen su origen, es decir, por los derechos naturales de los individuos.

A mediados del siglo XVIII, el filósofo francés Juan Jacobo Rousseau agregaría nuevas ideas a esta noción de ley como soberanía ciudadana. Partiendo de un esquema similar a los de Hobbes y Locke, Rousseau se planteó también el contrato social como una salida del estado de naturaleza y la inauguración de la sociedad políticamente organizada. Sin embargo, el contrato social de Rousseau no suponía ninguna renuncia (Hobbes) ni delegación (Locke) de la libertad natural de los individuos por medio del contrato social. Para Rousseau, los hombres son libres por naturaleza, y la renuncia a esta libertad implicaría la renuncia a su propia condición humana. (...) si todos los hombres renuncian a su libertad natural y la ponen en manos de la sociedad (que se constituye con esta renuncia), pero no en las manos de ningún individuo particular, recibirán de la sociedad la misma libertad que han otorgado, sólo que ahora reforzada y protegida por la colectividad. Dicho de otro modo, los hombres reciben una libertad cívica o política a cambio de su libertad natural.

Rousseau no otorga la soberanía a ningún gobernante, sino que la mantiene en el cuerpo social creado por el contrato; por lo tanto, el único soberano es el pueblo mismo reunido, es decir, la comunidad política. (...) En esta perspectiva, la libertad natural de cada individuo adquiere una calidad superior al quedar bajo la guía no de una voluntad individual, sino de una «voluntad general». En efecto, según Rousseau el contrato social da lugar a la creación de una voluntad general que es la expresión perfeccionada de las distintas libertades individuales que se integran al contrato.

La noción de Estado de derecho deriva históricamente de la tradición política y jurídica liberal. Aunque al desarrollarse este concepto en el siglo XX ha incorporado elementos adicionales a los de su estructura básica, ningún sistema legal que carezca de los requisitos mínimos exigidos por los pensadores liberales que hemos revisado podría ser un genuino Estado de derecho. La conclusión que se impone es que el Estado de derecho reposa sobre dos pilares fundamentales: la limitación de la acción gubernamental por medio de leyes y la reivindicación de una serie de derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.







Bibliografía básica
Ámbito 1
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Ámbito 2
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SEP. (2007).La Formación Cívica y Ética en la Educación primaria. México: SEP. (Curso de Actualización.)
SEP. (2007). Programa Integral de Formación Cívica y Ética para la Educación Primaria. México: SEP. (Versión preliminar).





















[1] Cfr. Samuel Huntington y L. Harrison, La cultura es lo que importa. Planeta, Argentina, 2000, p. 26.
[2] Cfr. Gabriel Almond y Sidney Verba. La cultura cívica. Estudio sobre la participación política democrática en cinco naciones. Fundación Fomen­to de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada, Madrid, 1970. De los mismos autores, cfr. tam­bién, The Civic Culture Revisited, Little Brown and Company, Boston. 1980.

[3] Un autor que combina los tres elementos es Ronald Inglehart, para quién el desarrollo económico no lleva por sí solo a la democracia, sino que es nece­saria una cultura política determinada. Cfr. Ronald Inglehart. The Silent Revolution: Changing Values and Political Styles among Western Publics. Prin­ceton, University Press. Princeton, N. J., 1990. También del mismo autor, "The Renaissance of Political Culture", en American Political Science Review,vol. 4,. diciembre de 1998. pp. 1203-1230.
[4] Lawrence Harrison, UnderdeveIopment is a State of Mind: The Latin American Case. Cambridge, Center for International Affairs, Harvard University, Lanham, Md., University Press of America, 1985.
[5] Cfr. Samuel Huntington y L. Harrison. op. cit., p. 38.

[6] Un buen ejemplo de la importancia que Huntington Ie otorga al factor cultural y de las desafortunadas consecuencias teóricas que pueden acarrear los prejuicios en la materia. cfr. Samuel Hunlington. "The Hispanic Challenge", en ForeinK Policy. marzo/abril de 2004.
[7] Del libro de Peter Häberle, Teoría de la constitución como ciencia de la cultura. Tecnos. Madrid. 2000.
[8] En este sentido, cfr. Jacqueline Peschard. La cultura democrática, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, núm. 2, Instituto Federal Electoral. México. 1996.

[9] Ibid., p. 10.
[10] Norberto Bobbio. Teoria Generale della Politica, Einaudi, Torino. 2000, p. 183.
[11] Obviamente me refiero al derecho positivo. La teoría kelseniana del ordenamiento jurídico es un buen ejemplo: dada la naturaleza dinámica del ordenamiento, la producción normativa no puede prescindir de la noción de poder. Cfr. Hans Keisen, General Theory of Law and State. Cambridge, Harvard University Press, 1945, y ¿Qué es el po­sitivismo jurídico? Fontamara. Mexico. 1997.
[12] Cfr. Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica. Mexico, 1998.

[13] Cfr. Norberto Bobbio, op. cit, pp. 89-97.

[14] Cfr. Elías Díaz, Estado de derecho y sociedad democrática, Taurus, Madrid, 1998.

[15] Cabe señalar que, desde mi perspectiva, los defe­ctos fundamentales que corresponden a la tradi­ción liberal. social y democrática son únicamente "derechos individuales". Sin embargo, en las últi­mas décadas han aumentado las voces que sostie­nen que algunos "derechos colectivos" pueden ser compatibles con el "estado de derecho" y, por lo tanto, con el constitucionalismo democrático moderno. El debate suele identificarse como una discusión entre pensadores “liberales" y teóricos "comunitaristas" o "multiculturalistas". No me detengo en esta prolija discusión, pero me pareció correcto señalarla.

[16] Michelangelo Bovero. Contra il Governo dei Peggiori. Una Grammatica della Democrazia, Laterza, Roma- Bari, 2001. p. 145. Existe una traducciónn al españoll realizada por Lorenzo Cordova y publicada por la editorial Trotta.
[17] Ibid.
[18] Los primeros pensadores modernos. como Hobbes. Locke, Rousseau y Kant, no dudaban en llamarlo "estado de naturaleza". Desde esa perspectiva. en realidad, el Estado anárquico es un no-Estado.


[19] Cfr. Luigi Ferrajoli. La Culturat Giuridica nell'ltalia del Novecento, Laterza. Roma-Bari, 1999.
[20] Uno de los autores mexicanos que ha enfrentado el argumento desde una perspectiva (principalmente) jurídica, Gerardo Laveaga, insiste en el papel que desempeña la "clase dominante" para la construcción de una cultura de la legalidad. EI propio Laveaga sostiene que, en el caso mexicano. el gremio de los abogados ha resultado ser un gremio cerrado y conservador. Cfr. Gerardo Laveaga. La cultura de la legalidad, IIJ-UNAM, México. 1999, pp. 32 y 95.

[21] Cfr. Luigi Ferrajoli. op.cit.
[22] Por ejemplo, para Jacqueline Peschard los componentes de una cultura política democrática son: la ciudadanía, la participación, la sociedad abierta, activa y deliberativa, la secularización, la competencia o eficacia cívica, la legalidad (universalidad en la aplicación de las normas), la pluralidad, la cooperación de los ciudadanos y una autoridad políticamente responsable. Cfr. Jacqueline Peschard, op. cit. 24 y ss.
[23] Cfr. Norberto Bobbio. op. cit. p. 381.
[24] Recordemos que la concepción de Bobbio se inserta en la tradición de la “democracia social” que otorga un lugar prioritario a los derechos sociales (al mismo nivel que a los derechos de libertad y a los derechos políticos).

[25] Cfr. A. Martínez Báez, "El derecho constitucio­nal". en México y la cultura. Secretaria de Educa­ción Pública, México. 1961, p. 942.
[26] Norberto Bobbio, op. cit..
[27] Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura, Porrúa, México, 1912, p.9.

[28] Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, UNAM, México. 1934.
[29] A. Siegfried. Amerique Latine. citado en ibid.,p. 61.
[30] Octavio Paz, El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica. México. 1959. p. 96.
[31] idem.
[32] idem.

[33] Hugo Concha, et al., Cultura de la Constitución en México. UNAM, TEPJF, COFEMER, México, 2004. p. 47. No es baladí recordar que desde el artículo 16 de Ia Declaración de los Derechas del Hombre y del Ciudadano de 1789, el significado de la Constitución tiene que ver con dos elementos impres­cindibles: los derechos humanos y la separación de poderes (que sirve para proteger a los primeros).
[34] Héctor Aguilar Camín. "El México vulnerable. Un recuento de las zonas vulnerables de México a la hora del cambio", en Nexos, México. marzo de 1999, pp. 35-39, citado en ibid., p. 21.
[35] En los años recientes se han realizado múltiples y muy interesantes estudios de opinión que indagan sobre la cultura de la legalidad en México y en Latinoamérica. Sería interesante recuperar algunos de los datos que dichos estudios arrojan pero, para evitar que este trabajo quede atado a la tempora­lidad que inevitablemente acota el alcance de los estudios de opinión, prefiero limitarme a indicar al lector algunas indicaciones bibliográficas: "La democracia y la economía, Latinobarómetro (infor­me-resumen)", en: www.latinobarometro.org; Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, SEGOB, ENCUP 2001, en www.gobemacion.gob.mx; "La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudada­nas y ciudadanos", elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). 2004: Julia Flores y Yolanda Meyenberg, coords., Ciudadanos y cultura de la democracia. Reglas. instituciones y valores de la democracia. IIS-UNAM, IFE. México, 2000.
[36] Diego Valadés, en las "Consideraciones prelimi­nares" al estudio sobre la Cultura de /a Constitución en México hace una interesante reflexión sobre estos acontecimientos: “Si trasladamos (estos) episodios a otro contexto, e imaginamos que pasaría si el Capitolio de Washington fuera inva­dido por un grupo de jinetes, o si un grupo de jinetes armados desfilará por los Campos Eliseos, o si personas enmascaradas hablaran en el Parla­mento británico, o si el alcalde de Berlín descono­ciera las sentencias del Tribunal Constitucional. no se dudaría en afinar que en cualquiera de esos países se estaría viviendo una crisis institucional". Hugo Concha, et al., op. cit. p. XIV.
[37] Cfr. Fernando Escalante. Ciudadanos Imaginarios, EI Colegio de México. México, 1993. EI particular. pp. 189 y siguientes.
[38] Cito de memoria algunas reflexiones expuestas por Fernando Escalante en una conferencia impartida en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Socia­les en el marco de la Especialidad en Cultura de la Legalidad organizada por dicha institución, par la Secretaría de Educación Pública y por el Institu­to Federal Electoral durante 2004 y parte de 2005.
[39] Stephen Morris, Corrupción y política en el México contemporáneo, Siglo XXI Editores, México. 1992. p. 14.
[40] Cfr. ibidem. En este mismo sentido y para el siglo XIX es digno de mención el libro de F. Escalante, ya citado, Ciudadanoss imaginorios, pp. 241.257.
[41] Stephen Morris, op. cit., p. 36.
[42] Sobre algunos de estos casos se recomienda Pedro Salazar, coord., El poder de la transparencia. Seis derrotas a la opacidad. IFAI-IIJ, México. 2005.
[43] Sobre la “institución" de la mordida, cfr. Karina Ansolabehere, "La mordida", caso de estudio para el primer módulo de la Especialidad en Cultura de la Legalidad, IFE, SEP, FLACSO, México, 2004.
[44] Sobre los conceptos de: corrupción, soborno y extorsión y sobre la dimensión mundial y multisistémica de los mismos, cfr. Miguel Carbonell) Rodolfo Vázquez, Poder. Derecho y corrupción IFE, ITAM, Siglo XXI, México, 2003.
[45] Creo que lo mismo podríamos decir del sistema político italiano durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el ex gobernante: Silvio Berlusconi representa la peor cara de los escándalos de corrupción de su país.
[46] Stephen Morris. op. cit., p. 63.
[47] Ibid, p. 66. Debo mencionar que Fernando Escalante da cuenta de esta misma tendencia a lo largo del siglo XIX. en Ciudadanos imaginarios. op. cit., pp. 251.257.
[48] Cfr. ibid. Con las palabras de Morris (quien cita a Purcell y a Knight al respecto): "EI uso de la corrup­ción para integrar una élite y estabilizar el sistema 'comprando' apoyo resultó decisivo en el desarrollo histórico del estable régimen mexicano”, Stephen Morris, op. cit., p. 89.
[49] Ibid., p. 94.

[50] Cfr. Ricardo Becerra. Et al., La mecánica del cambio político en México. Elecciones, partidos y reformas, Cal y Arena, 3ª. Ed., México, 2005.
[51] Stephen Morris. op. cit., pp. 153-163.

[52] Nuevamente quizás el único frente en el que este lugar común ha sido considerablemente revertido, es el que se refiere a los derechos políticos: en la medida en la que se ha logrado la limpieza electo­ral. los votos de los mexicanos han comenzado a tener un peso igual: "cada cabeza un voto y todos los votos valen lo mismo".
[53] Samuel Ramos. El perfil del hombre v la cultura en México, op. cit. p. 31. EI propio Paz denuncia­ba que casi todos los forjadores del México inde­pendiente pensaban, "con un optimismo hereda­do de la Enciclopedia, que basta con decretar nuevas leyes para que la realidad se transforme", Octavio Paz, El laberinto de la soledad. op. cit., p. 97.
[54] F. García Calderón, Les Democraties Latines del 'Ameriqu, p. 341. Citado en Samuel Ramos, op. cit.
[55] 0ctavio Paz, op. cit. p. 100.

*En Estado de derecho y democracia, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática No. 12, IFE, México.
www.ife.org.mx/documentos/DECEYEC/estado_de_derecho_y_democracia.htm
[56] Cfr. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Alianza, Madrid, 1980 (existen muchas otras ediciones en español de esta obra).
[57] Cfr. Thomas Hobbes, Leviatán, FCE, México, 1986. A este respecto es necesario atajar un posible malentendido. La laicización de la política en el Renacimiento y la Edad Moderna no consistió en una suerte de ateísmo militante, como sí llegó a suceder en la Ilustración francesa (siglo XVIII). Autores como Maquiavelo y Hobbes eran hombres de profunda fe religiosa. Simplemente, el problema era otro: intentar explicar el funcionamiento de la política sin tener que recurrir a las verdades de la fe. Aunque Hobbes en su obra hace continua referencia a un orden político deseado por Dios, la soberanía y la legitimidad políticas son explicadas sin referirse a la entidad divina. En esto consiste el paso de una interpretación «trascendental» de la política (que busca las razones de la política más allá de los hombres) a una interpretación «inmanente» (que busca las razones de la política en los hombres mismos).