Siguiendo las coordenadas de la revolución copernicana, es un hecho que el fenómeno de la legalidad no debe observarse únicamente desde la perspectiva de los poderes públicos, sino también desde la óptica de los destinatarios de las normas (que en una democracia son, al menos indirectamente, también sus creadores). La legalidad abarca el comportamiento de los individuos, al menos, en dos direcciones: a) en su relación con estos poderes públicos (como productores y destinatarios del derecho), y b) en sus relaciones interpersonales con los demás miembros de su colectividad. Las normas jurídicas -en este caso, independientemente de que se trate de un Estado jurídico o de un Estado de derecho-, tienen como finalidad regular, orientar, limitar y encauzar las acciones de los miembros de una colectividad determinada. Son las reglas del juego de la convivencia colectiva. Un "Estado" sin ningún tipo de leyes seria un estado anárquico en el que no existen autoridades y los individuos actúan discrecionalmente sin tener que respetar otras normas que las que su (im)prudencia les dicta.
[18]No es difícil imaginar que en esas condiciones, en una situación sin leyes, la convivencia es sumamente difícil porque la ley que termina imponiéndose es la "ley del más fuerte": la anarquía es la cueva de la discrecionalidad y esta es la cuna de los abusos. En cambio, el derecho, la legalidad, tiene como función última la de dirimir institucionalmente (lo que implica de manera pacífica) los conflictos interpersonales. Esto, conviene advertirlo, vale para cualquier tipo de legalidad: aquella que corresponde a los Estados (de derecho) constitucionales modernos o aquella que es propia de un Estado autoritario. Después de todo, la función última de las normas es garantizar el orden y la estabilidad en una comunidad cualquiera y, para que esto sea posible, la mayoría de los individuos deben manifestar una tendencia a obedecerlas y debe existir una autoridad capaz de hacerlas valer. Podemos afirmar que el orden estatal sólo es posible cuando los miembros de la colectividad se comprometen a respetar tres pactos sucesivos: a) la renuncia al uso de la fuerza por parte de los individuos y grupos; b) la instauración de reglas para resolver pacíficamente los eventuales conflictos futuros, y c) la creación de un poder sliper partes facultado para garantizar que los pactos se respeten, incluso utilizando la coacción. Cuando estos pactos se violan se camina hacia la anarquía que caracteriza a un salvaje y peligroso estado de naturaleza. No obstante, sólo en los verdaderos Estados de derecho la legalidad vigente garantiza algo más que el orden y la estabilidad estatales y apunta hacia la protección de la dignidad de las personas a través de la garantía de sus derechos.
ENTONCES, ¿QUÉ ES LA CULTURA DE LA LEGALIDAD?
Intentemos ahora juntar nuestros dos conceptos clave: cultura y legalidad. Lo primero que conviene recordar es que la cultura es un concepto más amplio que el de legalidad: la primera es el contexto en el que la segunda se desarrolla. Basta con recordar la relación, que va de lo general hacia lo particular, entre los conceptos de cultura, política y legalidad. Pues bien, siguiendo la misma lógica que utilizamos para construir la noción de cultura política, tenemos que la cultura de la legalidad de una sociedad determinada es el conjunto de conocimientos, creencias, usos y costumbres, símbolos, etc., de los miembros de esa comunidad en relación con los aspectos de la vida colectiva que tienen que ver con las normas jurídicas y su aplicación. Se refiere al posicionamiento de los integrantes del colectivo ante el conjunto de objetos sociales específicamente jurídicos en esa comunidad: ¿cómo percibe su población el universo de relaciones relativo a la creación y aplicación de las normas jurídicas que rigen la vida colectiva y como las asume?
Un destacado filósofo y jurista Italiano contemporáneo, Luigi Ferrajoli, ha sostenido que por cultura jurídica podemos entender un conjunto muy amplio de conocimientos Y actitudes: a) "el conjunto de teorías, filosofías y doctrinas jurídicas elaboradas en una determinada fase histórica por los juristas y filósofos del derecho"; b) "el conjunto de las ideologías, modelos de justicia y formas de pensar acerca del derecho que caracteriza a los operadores jurídicos de profesión (trátese de jueces, legisladores o administradores)", y c) "el sentido común respecto del derecho y las instituciones jurídicas en lo singular que se difunde y opera en una determinada sociedad" .
[19] Las dos primeras acepciones se refieren a conjuntos (de ideas o de personas) especializados que inciden en la conformación de la cultura de la legalidad (o "cultura jurídica" en la terminología de Ferrajoli) de una comunidad determinada, pero que por su naturaleza excluyente no pueden abarcarla en su totalidad.
[20] No obstante, ambas acepciones son útiles para adelantar una distinción: una cosa es la cultura jurídica predominante en una colectividad y otra cosa es la cultura de la legalidad de los miembros de dicha colectividad. Podemos afinar, por ejemplo, que la mayoría de los países latinoamericanos comparten la cultura jurídica europea de origen romanista, mientras que algunos países africanos comparten la cultura jurídica de corte anglosajón. Y, sin embargo, esto no supone que los latinoamericanos o los africanos presenten la misma cultura de la legalidad que los europeos o los británicos (o americanos), según sea el caso. La cultura jurídica, como bien lo indican las dos primeras acepciones propuestas por Ferrajoli, se refiere sobre todo al conjunto de teorías, filosofías, etc., compartidas por los estudiosos y aplicadores del derecho y no a la relación que existe entre la generalidad de los destinatarios de las normas y el ordenamiento jurídico vigente en su colectividad.
En cambio, la tercera acepción -"el sentido común respecto del derecho y las instituciones jurídicas en lo singular que se difunde y opera en una determinada sociedad" - si corresponde a nuestra reconstrucción conceptual de la noción cultura de la legalidad: así como, cuando queremos desentrañar las características de la cultura política de una sociedad, no limitamos nuestro análisis a las creencias y comportamientos de los estudiosos de la política y de los políticos de profesión, sino que volteamos nuestra mirada hacia los "ciudadanos de a pie", cuando queremos describir la cultura de la legalidad predominante debemos observar a los estudiosos del derecho y a los operadores (creadores y aplicadores) jurídicos, pero sobre todo debemos preguntarnos cual es la relación que existe entre los hombres y mujeres que integran esa colectividad con los paradigmas e instituciones jurídicos vigentes. Es en este nivel en el que resaltan las diferencias entre el comportamiento ante las normas de individuos que viven en sociedades que comparten la misma cultura jurídica (por ejemplo, España y México), pero que no tienen la misma cultura de la legalidad.
¿ES LO MISMO LA CULTURA JURÍDICA QUE LA CULTURA DE LA LEGALIDAD?
Afinemos la distinción: dado que no existe un solo tipo de tradiciones jurídicas, tampoco existe un solo tipo de cultura jurídica. Para decirlo de otra forma, entre el contenido del derecho positivo vigente y la cultura jurídica que predomina en una sociedad existe una interacción recíproca. EI derecho positivo vigente -Ias normas que rigen la vida social- es el reflejo de una cultura jurídica determinada y esta se transforma en el tiempo a partir del ejercicio cotidiano del derecho. Desde esta perspectiva, observando las características de los diferentes ordenamientos, instituciones y prácticas jurídicas en el mundo podemos identificar diferentes culturas jurídicas, entendidas como distintas tradiciones o familias jurídicas. Pero la cultura de la legalidad que predomina entre los individuos que integran las diferentes colectividades (incluso entre aquellas que comparten una misma tradición o cultura jurídica) puede y suele ser muy diferente. Y a nosotros lo que nos interesa es esta segunda acepción. Después de todo, el derecho sólo tiene sentido cuando regula efectivamente las relaciones de convivencia ciudadanos/autoridades, ciudadanos/ciudadanos autoridades/autoridades, etc., y ello supone un (cierto) acompañamiento cultural. Es decir, mas allá del contenido de las normas jurídicas, de la tradición jurídica a la que pertenecen, existe un elemento cultural que fortalece o debilita la observancia de las normas por parte de sus destinatarios. Esto es a lo que llamo, propiamente, cultura de la legalidad.
Podemos afirmar que existe una cultura de la legalidad difundida entre los miembros de la colectividad cuando, mas allá del contenido de las normas vigentes, de la tradición o familia jurídica a la que pertenecen, e incluso de si se respetan o no los contenidos característicos de un estado de derecho, estos ajustan su comportamiento a las mismas porque les reconocen un grado aceptable de legitimidad (reconocen un cierto valor a las normas e instituciones legales vigentes). Esta observancia de las normas, conviene advertirlo, obedece en parte al elemento coercitivo en manos del Estado, pero no se agota en el mismo porque la sola fuerza nunca es un elemento suficiente para alcanzar la legitimidad. Sólo un cierto grado de adhesión voluntaria a las normas, una cierta cultura de la legalidad, explica la permanencia en el tiempo de los ordenamientos jurídicos respaldados por la fuerza del Estado.
En síntesis, tenemos que la cultura de la legalidad sirve como criterio para evaluar el grado de respeto y apego alas normas vigentes por parte de sus aplicadores y destinatarios. Una cosa es mirar hacia el sistema normativo de una sociedad determinada (hacia el conjunto de reglas y normas vigentes en esa comunidad jurídica) y otra es observar el comportamiento de las personas hacia ese conjunto de reglas. Desde esta perspectiva, es clara la diferencia entre la noción de cultura de la legalidad y la de cultura jurídica: más allá del paradigma vigente, de las características del cuerpo normativo que rige la vida de una colectividad (y, por ende, prescindiendo del tipo de cultura jurídica predominante), decimos que existe una cultura de la legalidad cuando las normas son efectivamente observadas. Es decir, cuando las autoridades y los ciudadanos adecuan su actuación a las reglas que norman la convivencia colectiva. Esto, entre otras cosas, supone un cierto conocimiento de la legalidad vigente por parte de sus destinatarios y un nivel aceptable de legitimidad de dicho cuerpo normativo. Pero no sólo eso, también supone la aceptación, por parte de la mayoría, de la función que cumplen las normas jurídicas como instrumentos reguladores de la convivencia pacifica. Podríamos decir: supone que los miembros de la colectividad conocen y aceptan su parte en el "pacto social".
Sin embargo, si retomamos nuestra distinción entre Estado jurídico y Estado de derecho, tenemos que la cultura de la legalidad no es necesariamente un bien en sí mismo: es sensato suponer que una parte considerable de los ciudadanos bajo los regímenes totalitarios manifestaron un alto grado de cultura de la legalidad y, por lo mismo, aceptaron voluntariamente la aplicación de un cuerpo normativo que anulo cualquier resquicio de derechos fundamentales. Siguiendo este razonamiento, es atinado sostener que, en ciertos casos, vale mas la postura critica frente a las normas vigentes que su obediencia ciega. Pero lo cierto es que no siempre es fácil encontrar la frontera. Muy esquemáticamente se puede afirmar que es legítimo objetar el cumplimiento de las normas en un sistema autocrático o absolutista, pero esto no tiene cabida en un sistema democrático en el que los ciudadanos participan en el proceso de creación normativa y las normas (al menos teóricamente) tienen como criterio orientador a los derechos fundamentales. Podemos decir que la cultura de la legalidad democrática supone una posición crítica frente a las normas del autoritarismo, y ante la cultura de la legalidad podemos decir de obediencia a ciegas, que las acompaña.
UN INTENTO (INVERTIDO) DE ACLARACIÓN
Invertir las fórmulas puede ser útil para aclarar las cosas. Podemos decir que existe una "incultura de la legalidad" cuando "[...] el sentido común respecto del derecho y las instituciones jurídicas en lo singular que se difunde y opera en una determinada sociedad"
[21] es demasiado débil. Es decir, cuando los miembros de una comunidad determinada desconocen o ignoran las normas que "deberían" regir la vida colectiva, lo que puede llevar a una paulatina y progresiva erosión del marco normativo vigente. EI desconocimiento de las normas lleva a su incumplimiento y esto es causa de inestabilidad jurídica (y política). Todo sistema normativo contiene normas en desuso, la llamada "letra muerta de la ley", pero ningún sistema sobrevive si la mayoría de sus normas entran en esta categoría. En este nivel, la cultura de la legalidad es un ingrediente fundamental para determinar la estabilidad del sistema porque nos indica el grado de conocimiento que tienen los ciudadanos ante las normas que rigen su convivencia y que es un requisito necesario para su posterior respeto y cumplimiento. Si, como advertíamos anteriormente, la función última de las normas es garantizar el orden y la estabilidad del sistema político en su conjunto, cuando predomina la incultura de la legalidad podemos sentenciar que se aproxima la muerte de las instituciones. Y esto, como ahora sabemos, abre la puerta para que se imponga la "ley del más fuerte".
Pero también podemos imaginar otra formula invertida: la "cultura de la ilegalidad". En este supuesto se encuentran aquellos actores individuales (o en un sentido amplio difícil de imaginar: aquellas sociedades) que conocen la normatividad vigente, asumen una posición frente a la misma y deliberadamente la violan. Max Weber sostenía que ese era el caso del ladrón o del homicida: los ladrones o los homicidas están conscientes de las normas que violan y por lo mismo, salvo en pocos y extraños casos, intentan evadir al castigo. EI que quiere escapar cuando ha robado, asesinado o cometido un acto de corrupción funda su actuación en la existencia de un marco jurídico que conoce y que ha transgredido. Aquí se ubica la desafortunada conseja popular "las leyes nacieron para ser violadas". EI que se aprovecha, el abusivo, no lo hace porque desconoce las normas, sino porque conoce la forma de evitarlas para sacar ventaja sobre quienes las respetan; ese es el caso, por ejemplo, del que hace trampa en un juego de cartas; la trampa sólo tiene sentido dentro de las reglas del juego. O, con un ejemplo mucho más cercano y cotidiano, de quien se aprovecha de la violación de las reglas de tránsito para avanzar antes que sus conciudadanos, dando vuelta en el carril que no está destinado para ello. En este caso no sólo se adolece de una cultura de la legalidad, sino que se profesa una cultura deliberadamente ilegal. Pero tampoco en este supuesto todos los casos son fáciles: ¿acaso el objetor de conciencia, el que se niega por sus convicciones morales profundas a obedecer (por ejemplo, a una legislación autoritaria), no se encuentra en la misma circunstancia?
Ill. Cultura de la legalidad y democracia
¿CÓMO SERÍA UNA CULTURA DE LA LEGALIDAD PARA LA DEMOCRACIA?
Cuando denunciamos que los integrantes de una comunidad (que bien podría ser la nuestra) adolecen de una cultura de la legalidad, realizamos una descripción que con frecuencia se acompaña con un juicio valorativo. En principio se considera deseable que las personas conozcan las normas vigentes de su colectividad y ajusten sus comportamientos alas mismas. Esto es así porque, como sabemos, se supone que las normas garantizan el orden, la estabilidad y, en esa medida, un cierto grado de paz social. EI razonamiento se aplica, no sin algunas diferencias, a los funcionarios públicos y representantes populares y a la ciudadanía en general. Queremos una cultura de la legalidad porque deseamos que las reglas tengan una vigencia efectiva, que sean eficaces, y lo deseamos porque suponemos que ello facilitará la convivencia entre todos sobre una base de igualdad. Pero tenemos que enfrentar de nueva cuenta el mismo problema circular: ¿es la cultura de la legalidad el factor que empuja el respeto a las normas jurídicas vigentes? o ¿el respeto efectivo, cotidiano y generalizado de las normas es la condición necesaria para que florezca una cultura de la legalidad? ¿Debemos fomentar la cultura de la legalidad a secas, sin detenemos a valorar las características de la cultura jurídica vigente, autoritaria o democrática, en una comunidad determinada?
Podemos buscar la salida del laberinto empezando por esta última cuestión: identificando primero el tipo de legalidad vigente, las características de las normas, para el que se quiere construir una cultura de respeto y observancia. Si nuestra inclinación es hacia la legalidad autoritaria la salida está en la imposición irreflexiva de la normatividad vigente: la cultura de la legalidad se reduce al simple respeto de las leyes sin importar su contenido. Algo así como enseñarles a los niños que "todas las normas deben siempre obedecerse". Los promotores de esta receta abogarán por la legalidad a secas, por la "tolerancia cero", por la fuerza como incentivo para la construcción de la cultura y, creo, al final tendrán que hacer cuentas con la ilegitimidad que suele acompañar a las decisiones que ignoran la importancia de la dignidad y la autonomía de las personas. Esto es así porque considerarán que la cultura de la legalidad es un bien en sí mismo que no debe detenerse ante las razones que pueden esgrimirse para rechazar ciertos patrones culturales (en este caso autoritarios) que pretenden imponerse. En cambio, si nos colocamos en el versante alternativo y buscamos una legalidad fundada en el consenso y orientada hacia el respeto de los derechos fundamentales individuales, entonces tendremos que apostar por una cultura de la legalidad democrática en la que la legitimidad de las normas camina de la mano con su cumplimiento. En este caso buscamos que los individuos incorporen reflexivamente un cierto conjunto de normas y principios en su acervo cultural: aquellos que se fundan en la dignidad de las personas. Así, la legitimidad de las leyes comienza por el reconocimiento de los derechos (de libertad, políticos y sociales) propios y ajenos sobre una base de igualdad que nos sugiere la conveniencia recíproca de respetar las normas que conjuntamente elaboramos. En esta concepción la cultura de la legalidad se inserta como un elemento medular de la cultura cívica o política democrática que contribuye a la estabilidad de los sistemas democráticos"
[22] y se opone a la imposición de una legalidad cualquiera (por ejemplo, de una legalidad totalitaria).
De hecho, la propia democracia es una cuestión de reglas que se fundan en una cultura basada en ciertos principios (dignidad personal, pluralismo, tolerancia, laicismo, responsabilidad, etc.) que, a su vez, respaldan a los derechos fundamentales. Recordemos los procedimientos que, según Bobbio, caracterizan a la democracia moderna: 1) todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin distinción de raza, religión, condición económica, sexo, etc., deben gozar de los derechos políticos, o sea, del derecho de manifestar a través del voto su opinión y/o de elegir a quien la exprese por ellos; 2) el sufragio de cada ciudadano debe tener un peso igual al de los demás (debe contar por uno); 3) todos los ciudadanos que gocen de los derechos políticos deben ser libres de votar de acuerdo con su propia opinión formada libremente, es decir, en el contexto de una competencia libre entre grupos políticos organizados; 4) los ciudadanos deben ser libres también en el sentido de que han de ser puestos en condición de seleccionar entre opciones diferentes; 5) tanto para las decisiones colectivas como para las elecciones de representantes vale la regla de la mayoría numérica, y 6) ninguna decisión tomada por mayoría debe limitar los derechos de la minoría (en particular el derecho de convertirse, en paridad de circunstancias, en mayoría)."
[23]Pues bien, aunque no todas las teorías de la democracia promueven la misma relación entre (todos) los derechos fundamentales y esta forma de gobierno, en términos generales ningún teórico de la democracia objetaría la caracterización bobbiana."
[24] Y ello es suficiente para sostener nuestro argumento: la legalidad democrática no solamente se funda en la eficacia de un conjunto de reglas jurídicas, sino que descansa sobre algunos principios como la igual dignidad política de los ciudadanos, la pluralidad y las libertades (personal, de expresión, de asociación y de reunión) sin los cuales perdería naturaleza y sentido. Por lo mismo, la cultura de la legalidad democrática debe hacer eco (al menos) de esos principios. La relación entre esa cultura y estos principios no depende (al menos no necesariamente) de valoraciones ético-morales, sino de vínculos lógicos insuperables: si las personas no respetan unas a otras, si no toleran sus diferencias sus ideas y participar con libertad, etc., la democracia es práctica y conceptualmente imposible.
Desde esta perspectiva democrática encontramos que existe una estrecha relación entre una concepción de la política (entendida como los mecanismos de acceso y ejercicio del poder sobre la base del consenso), una acepción de la legalidad (entendida como el conjunto de reglas que, fundadas en el consenso, permiten la administración del poder y protegen a los derechos fundamentales) y una idea de la cultura (entendida como las orientaciones de los miembros de una colectividad hacia un conjunto de reglas y principios que hacen a la democracia posible). La cultura de la legalidad democrática, el respeto de un conjunto determinado de normas con características específicas, sólo se construye engarzando estos eslabones.
LA CUESTIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES: EN BÚSQUEDA DE UN HORIZONTE
Los derechos fundamentales que están en la base de la democracia Y que constituyen el criterio para diferenciar entre un (cualquier) Estado jurídico y un Estado de derecho, contadas veces en la historia fueron el resultado de una concesión "graciosa" por parte de los poderosos. La razón es sencilla: los derechos constituyen limitaciones a los poderes públicos (y deseablemente también a los poderes privados) que no son bien recibidas por los poderosos. Son, como ha acuñado Ferrajoli, los derechos "del más débil". Derechos que provienen de luchas históricas contra los hombres del poder: la Revolución Francesa, la lucha de Independencia estadounidense, la revolución feminista del siglo pasado, etc. Desde esta perspectiva los derechos fundamentales también son productos culturales: las libertades fundamentales son producto del pensamiento (y de la lucha) liberal; los derechos políticos son expresiones de la teoría (y la práctica) democrática y los derechos sociales son manifestaciones del ideario (y de los movimientos) socialista. Lo mismo vale para los nuevos grupos de derechos: ecológicos, de las personas con capacidades diferentes, de los niños, etc. En todos los casos existe un conjunto de símbolos, conocimientos, creencias, aspiraciones, etc., compartidos por los promotores de los derechos. Por ello escuchamos con frecuencia expresiones como la "cultura de los derechos" o la "cultura constitucional" (entendida en los términos del constitucionalismo moderno) que hacen referencia a un tipo de cultura de la legalidad en específico, la que corresponde a la democracia contemporánea.
Es en esta dirección en la que debemos orientamos. Si existe un parámetro que justifica una distinción de fondo entre una (cualquier) cultura de la legalidad y una cultura de la legalidad democrática, este lo constituyen los derechos fundamentales. Derechos que ya se encuentran consagrados en la mayoría de las constituciones modernas, pero que desafortunadamente en muchos casos aun no son garantizados. No aspiramos a una sociedad ordenada bajo parámetros autocráticos y absolutistas, sino que apostamos por una sociedad democrática Y de poderes acotados. De lo contrario nuestra apuesta sería un bumerán amenazante: la legalidad que se impone desde lo alto a los gobernados puede ser la puerta para la arbitrariedad de los gobernantes. Una cultura de la legalidad democrática se finca en el respeto de las normas que regulan la convivencia sobre una base de igualdad formal para todos, incluyendo a los poderosos. Y, también, en el respeto generalizado de los seis procedimientos bobbianos que instituyen a la democracia.
Los postulados generales son fáciles de enunciar, pero difíciles de poner en práctica: todos tenemos los mismos derechos individuales (en esa dimensión somos "iguales ante la ley"), participamos (directamente o a través de nuestros representantes) en la creación de las normas colectivas que rigen nuestra convivencia, elegimos, a partir de un conjunto de reglas, autoridades que deben velar por el respeto de esas normas, cualquiera puede ser autoridad, el que viola las normas será sancionado, etc. Lo que nos dice la teoría es que cuando estas premisas forman parte de la cultura de (la mayoría de) los miembros de una colectividad, la ciudadanía florece y, con ella, una convivencia pacífica y ordenada que permite el desarrollo de nuestra dignidad individual.
SEGUNDA PARTE
I. La cultura de la legalidad en México
Y, en México, ¿en dónde estamos en materia de cultura de la legalidad? Para ofrecer algunas reflexiones sobre este amplio y complejo tema -en tomo al cual apenas podré hilvanar algunas ideas que inviten al lector a la reflexión-, tomo como punto de partida cinco lugares comunes que, con frecuencia, acompañan nuestras discusiones sobre el argumento: "México no es un país de leyes", "México no es un Estado de derecho", "Los mexicanos no cumplen con la ley", "Los mexicanos son corruptos por naturaleza" y "Los mexicanos no son iguales ante la ley". En algunos casos los lugares comunes parecen confirmarse, pero en otros aparecen como cristales irregulares que distorsionan nuestra imagen de la realidad y que nos impiden valorar en su verdadera dimensión el estado de cosas. Lo cierto, me parece, es que constituyen un buen punto de arranque para centrar nuestra atención en la dimensión cultural de un tema tan amplio como lo es la relación que tenemos los mexicanos con la legalidad.
UN PRIMER LUGAR COMÚN: "MÉXICO NO ES UN PAÍS DE LEYES"
Falso. La construcción del Estado mexicano, el largo camino hacia la monopolización de la fuerza, es la crónica de su legitimación jurídica, de la construcción de un Estado jurídico. La historia de nuestro país, al menos desde los albores de su Independencia, puede narrarse teniendo como eje orientador a los diferentes documentos políticos de naturaleza constitucional. Desde la Constitución aprobada por las Cortes reunidas en Cádiz el 18 de marzo de 1812, en donde participaron algunos representantes de la llamada América Septentrional Española, hasta la Constitución vigente, aprobada en Querétaro el 5 de febrero de 1917, es posible verificar la constante tendencia hacia la institucionalización constitucional de nuestro proceso político. No sobra repasar el elenco de los principales documentos jurídicos que confirman esta tesis.
En plena lucha de Independencia, el 22 de octubre de 1814 se redacto la llamada Constitución de Apatzingán que, aunque solo tendría un valor histórico, marca el punto de partida de la carrera hacia la constitucionalización del México independiente. Ya consumada la Independencia se fueron sucediendo los siguientes documentos constituyentes: el "Acta Constitutiva" del 31 de enero de 1824; la "Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos" del 4 de octubre de ese mismo ano; las "Siete Leyes Constitucionales" del 29 de diciembre de 1836; las "Bases Orgánicas" del 12 de junio de 1843; el "Acta de Reformas" del 18 de mayo de 1847 que modificaba a la Constitución Federal de 1824 recientemente restituida (22 de agosto de 1846); las "Bases para la Administración de la Republica" del 22 de abril de 1853, la "Constitución Federal" del 5 de febrero de 1857 que, con una breve y conflictiva pausa (en la que estuvo en vigor el "Estatuto Orgánico" del 10 de abril de 1865 del Imperio de Maximiliano), se mantuvo formalmente vigente hasta la entrada en vigor de la Constitución actual.
[25]Ciertamente, el proceso de constitucionalización fue sumamente complejo, inestable y convulso. No olvidemos que, como nos ha enseñado Bobbio, la política y el derecho son las dos caras de una misma moneda.
[26] Detrás de cada una de esas constituciones bullía una intensa lucha por el poder entre grupos que defendían proyectos, intereses e ideologías alternativas y encontradas. Observando un período particularmente intenso del siglo XIX mexicano, Emilio Rabasa sintetizó la complejidad de ese proceso de construcción constitucional:
En los veinticinco años que corren de 1822 en adelante, la nación mexicana tuvo siete congresos constituyentes que produjeron, como obra, un acta constitutiva, tres constituciones y un acta de reformas, y como consecuencia, dos golpes de Estado, varios cuartelazos en nombre de la soberanía popular, muchos planes revolucionarios, multitud de asonadas e infinidad de protestas, peticiones, manifiestos, declaraciones y de cuanto el ingenio descontentadizo ha podido inventar para mover el desorden y encender los ánimos.
[27]Desde el desorden y ante el mismo, en medio de la lucha por el poder y por el proyecto de nación, con paso constante, se abrió brecha la idea de que los proyectos políticos tenían que traducirse en normas jurídicas constitucionales. Y, ante el peligro de la anarquía, esa idea prevaleció. Por ello, como premisa de arranque, es menester sentenciar que la historia de México ha sido la historia de la construcción de un Estado jurídico. Pero, además, no hay que dejarlo implícito: por debajo de esos ordenamientos constitucionales y concretamente de la Constitución actual, existe un entero aparato normativo compuesto por otros documentos jurídicos (constituciones locales, leyes federales y locales, decretos, resoluciones jurisdiccionales) que componen al ordenamiento jurídico mexicano vigente. Ante el lugar común vale mejor la afirmación opuesta: México si es un país de leyes; si es un Estado jurídico. Una cosa distinta, que indagaremos mas adelante, es determinar si esas leyes se cumplen y si se cumplen igual para todos.
UN SEGUNDO LUGAR COMÚN: "MÉXICO NO ES UN ESTADO DE DERECHO"
Sí y no. Cuando enfrentamos este lugar común las cosas comienzan a complicarse. Cualquier observador que eche un vistazo a la Constitución mexicana concluirá que nuestro país no solo es un Estado jurídico, sino que también es un Estado de derecho. EI articulado de nuestra carta fundamental, sobre todo en su primera parte, consagra todos y cada uno de los elementos que caracterizan a esta clase de Estados y que corresponden a 10 que en el mundo anglosajón se conoce como Rule of Law: derechos de libertad individuales, separación de poderes y garantías jurisdiccionales (sobre todo los famosos artículos 14, 16 y 22 de la Constitución) que contemplan tribunales imparciales, impiden la retroactividad de la ley, establecen derechos procesales, etc. Pero, además, según lo que establece la propia Constitución, México es un Estado democrático de derecho. Esto es así porque además de los elementos propios de todo Estado liberal de derecho, la Constitución contempla las instituciones que caracterizan a la forma de gobierno democrática: derechos políticos (sobre la base del sufragio universal), partidos políticos, elecciones periódicas, regla de mayoría, etc. Incluso, podemos ir más lejos: México es un Estado social y democrático de derecho. Es bien sabido que la Constitución mexicana de 1917 fue la primera constitución moderna que incluyo, junto a los derechos de libertad y a los derechos políticos, un catálogo de derechos sociales fundamentales (educación, trabajo, vivienda, etc.). Todas las normas constitucionales que consagran ese amplio catálogo de derechos son normas vigentes (no sin algunas modificaciones más o menos relevantes) desde 1917.
Y, sin embargo, aquí comienzan las complicaciones: no todas las normas constitucionales, ni siquiera las más importantes desde el punto de vista de los individuos, son normas efectivas. Al menos no siempre lo han sido y no lo son para todos. EI excelente libro de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México,
[28] recoge una frase de Andre Siegfried que da perfecta cuenta de esta situación, valedera para toda Latinoamérica y con estirpe histórica:
Nunca he oído hablar tanto de Constitución como en esos países en los que la Constitución se viola todos los días. Eminentemente juristas discuten seria y concienzudamente la significación de los textos de los cuales los políticos se burlan, y si uno sonríe, los doctores apuntan con el dedo los artículos que son la garantía del derecho. La ley no tiene majestad sino en las palabras.
[29]En el Laberinto de la soledad, referente obligado para quien reflexiona sobre la cultura del mexicano, Octavio Paz también subrayo esta particularidad latinoamericana, sellándola con una sentencia categórica. Paz nos recuerda que las naciones latinoamericanas, una vez terminadas sus respectivas luchas de independencia, fueron adoptando constituciones más o menos liberales y democráticas. Pero nos advierte que, a diferencia de lo que sucedió en Europa y en Estados Unidos de América, dichas leyes no correspondían a una realidad histórica latinoamericana, sino que tenían como finalidad "[...] vestir a la moderna las supervivencias del sistema colonial".
[30] Por ello, en nuestros países, la "[...] ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaban. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente".
[31] Y con ello, sentencia Paz definitivo, "[...] el dato moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad".
[32]La denuncia de Siegfried y las reflexiones de Paz nos ayudan a entender la génesis de la enorme distancia entre el discurso constitucional y la realidad social y política que ha marcado la historia moderna de los países latinoamericanos. Los teóricos del derecho y los líderes políticos entendieron desde muy temprano que el constitucionalismo era un proyecto político orientado hacia la limitación del poder y, cuando venía acompañado del ingrediente democrático, hacia la distribución del mismo. Y rescataron ambos ideales de las tierras que los vieron nacer, pero nunca se preocuparon por analizar el terreno en el que serian cultivados ni mucho menos en estudiar las condiciones que harían posible su puesta en práctica. Más bien lo contrario, buscaron la forma de mantener el desorden detrás de la fachada.
La Constitución se convirtió en una bandera legitimante, en instrumento retórico del discurso oficial y no maduro como un verdadero proyecto político hacia el futuro. Triste paradoja: el Estado social y democrático de derecho se quedo en el papel, legalizando y legitimando a los poderosos, y condenando a la realidad a un estado que Guillermo O'Donell no ha dudado en bautizar como el UnRule of Law latinoamericano. Resurge con fuerza la mentira denunciada por Octavio Paz. México, como gran parte de las naciones latinoamericanas, diseño sus instituciones para ocultar la realidad, no para transformarla. Al menos no durante un largo y oscuro periodo.
Valgan estas reflexiones para subrayar un dato: el estado de derecho, para ser real y efectivo, debe implantarse en instituciones capaces de promover y proteger a los derechos fundamentales individuales que le otorgan identidad y sentido. En México y en el resto de Latinoamérica las constituciones liberales y democráticas (cuando no fueron abiertamente derogadas) tuvieron una vigencia desconectada y alejada de la realidad que supuestamente "constituyeron" y que idealmente transformarían. La práctica de cambiar las leyes para dejar intacta a la realidad, una especie de "gatopardismo" jurídico, se fue implantando en la cultura política de nuestras sociedades y descansa detrás de esa respuesta contradictoria -si y no- que corresponde a la pregunta: ¿existe un estado de derecho en México?
Esa ambigüedad ha calado en la cultura nacional. Según la encuesta Cultura de la Constitución en México elaborada por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, la mayoría de los mexicanos entrevistados asocia la palabra "constitución" simplemente con un conjunto de "normas, reglas y leyes". En segundo lugar, se piensa que la constitución es, de forma llana, "lo que rige al país". La tercera idea asociada nos dice que la constitución es un "órgano máximo". Y solo en cuarto lugar los mexicanos asocian la palabra constitución con su significado primigenio y fundamental: "derechos".
[33]Podemos afirmar que, mas allá de lo que las normas establezcan, mientras las personas no conozcan sus derechos fundamentales -no se supere la incultura de la legalidad- Y no rijan su convivencia cotidiana con base en los mismos, no podemos hablar de la plena vigencia del estado de derecho en México y de la cultura de la legalidad que debe acompañarlo.
UN TERCER LUGAR COMÚN: "LOS MEXICANOS NO CUMPLEN CON LA LEY"
Los párrafos anteriores abren las puertas para el análisis de este lugar común y parecen confirmar la siguiente reflexión de Héctor Aguilar Camín, rescatada por los autores del estudio Cultura de la Constitución en México al que se ha hecho referencia:
En materia de cultura de la legalidad, sigue vigente entre nosotros la vieja tradición mexicana de negociar políticamente la ley, esta larga tradición negociadora del sistema corporativo y clientelar ha permeado profundamente en la sociedad mexicana.)
[34]A pesar de lo sugerente de la opinión de Aguilar Camín y de los datos que muchas encuestas recientes ofrecen para sustentarla,
[35] seria un error aceptar el lugar común en toda su aparente contundencia. Si los mexicanos no cumplieran la ley en absoluto vivirían en la anarquía, en una especie de estado de naturaleza como el que imaginó Hobbes y que sirvió de punto de partida para el pensamiento contractualista. Entre el México actual y países como Haití, Ruanda o Irak existe una gran diferencia. No es casual que diversos teóricos contemporáneos de la política y del derecho, como ya hemos señalado, identifiquen a las constituciones como la expresión del pacto social que origina al Estado. No pretendo desviarme explorando esta veta teórica, solamente quiero subrayar que la prueba de que existe un cierto grado, suficientemente aceptable, de cumplimiento de la ley esta en la relativa estabilidad que caracteriza a nuestro país. Reconozco que esta reflexión general debe matizarse porque en el pasado inmediato y aún en el presente hemos vivido acontecimientos más o menos relevantes, más o menos generalizados, de riesgos de inestabilidad: piénsese, sólo por citar algunos ejemplos, en la toma del recinto legislativo por parte de personas a caballo, en los desfiles de personas armadas por las principales avenidas de la ciudad capital, en el bloqueo de oficinas públicas y vías generales de comunicación, en el secuestro de funcionarios, en los linchamientos de presuntos delincuentes (e, incluso, de algunos policías) y en la aparición de grupos armados a los que casi nos hemos acostumbrado.
[36]Sin embargo, a pesar de éstos y otros episodios alarmantes de la historia reciente, es posible afirmar que en términos generales el país vive en condiciones de estabilidad. Lo que significa que, en términos también generales, los mexicanos orientan su actuación observando las leyes fundamentales del país. También en la actualidad inmediata encontramos ejemplos en los que la ruta de la legalidad ha servido para resolver conflictos sensibles y delicados. Un caso elocuente es el procesamiento que se ha dado a la llamada "guerra sucia" de los años sesenta y setenta en el país. Mas allá de la opinión que nos merezca la ruta institucional elegida por el gobierno y de los resultados poco satisfactorios que al final se obtuvieron, nadie puede negar que se optó por la vía jurídica para enfrentar esa triste historia de nuestro pasado. Lo mismo vale para conflictos electorales caracterizados por un altísimo grado de tensión política y social. Leyes e instituciones han servido de asidero para lidiar con conflictos que, de otra forma, bien pudieron poner en jaque a la estabilidad del país.
Fernando Escalante, autor de otro libro fundamental para entender la formación del México moderno,
[37] ha reflexionado sobre las falacias que encierra el lugar común que ahora nos ocupa. Escalante advierte que los mexicanos sí cumplimos con la ley (o mejor dicho, con muchas leyes) en ejemplos quizás evidentes, pero no por ello menos significativos: cotidianamente utilizamos el papel moneda para realizar toda clase de transacciones, respetamos los horarios de los servicios públicos, observamos principios constitucionales como la no reelección, etc.
[38] Tiene razón. La idea de que "los mexicanos no cumplen la ley" debe acotarse para evitar que se convierta en una profecía que se autorrealiza. Aunque exista la impresión de que los mexicanos tienden a incumplir las normas, la realidad nos indica que hemos logrado implantar un nivel mínima aceptable de respeto de (una parte de) la normatividad vigente. Esta realidad es el horizonte hacia el que debemos apostar para consolidar una cultura de la legalidad democrática en México y no hacia un lugar común que, reforzándose en la apariencia, puede convertirse en realidad.
UN CUARTO LUGAR COMÚN: "LOS MEXICANOS SON CORRUPTOS POR NATURALEZA"
"EI que no transa no avanza", "un político pobre es un pobre político", "la política es para enriquecerse", "no hay peor error que vivir fuera del presupuesto", "no hay general que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos", "este es el año de Hidalgo (sexto año de gobierno), que chingue su madre el que deje algo", "más vale bolsa saca que bolsa seca" y un largo etcétera de refranes, consejas y ocurrencias populares dan cuenta de las distorsiones que con el tiempo han venido contaminando las relaciones de los mexicanos con sus gobernantes, con las leyes y con la "cosa pública". En su libro sobre el tema, Corrupción y política en el México contemporáneo, Stephen D. Morris nos advierte que la "[...] omnipresencia de la corrupción en México no es un fenómeno reciente".
[39]El propio Morris recuerda que Eric Wolf documentó la difundida corrupción que caracterizó al México colonial; Lucas Alamán denunció los privilegios de los militares durante el siglo XIX y Alan Knight y Paul J. Vanderwood destacaron la difundida práctica de convertir a los ladrones en policías durante los periodos que antecedieron y siguieron a la Revolución Mexicana.
[40] Morris también recuerda los escándalos de corrupción que caracterizaron los primeros años de industrialización del país y, a lo largo de su libro, documenta el crecimiento del cáncer de la corrupción durante las décadas que siguieron a la Revolución. Un cáncer que fue creando una "cultura de la corrupción" que ha sido cuna de desconfianza y cinismo hacia los funcionarios públicos y la función publica en general."
[41] Pero la corrupción no es un fenómeno exclusivamente mexicano ni se trata de un mal congénito de un régimen político en particular. Es larga la lista de escándalos recientes que demuestran la amplitud de la mancha gris de los actos corruptos: desde el escándalo del ex canciller Kohl en Alemania hasta el caso ENRON en los Estados Unidos o el escándalo de Parmalat en Italia, pasando por los sobornos que repartía Montesinos, el brazo fuerte de Fujimori, a los senadores en el Perú poco antes de la caída de ese funesto régimen, los sobornos cobrados por algunos senadores argentinos a cambio de su voto en la aprobación de la reforma a la ley laboral, los múltiples casos de corrupción que han caracterizado a la "transición" rusa o el otro escandaloso caso italiano, conocido como mani pulite, que sigue empañando el ambiente político de ese país.
[42]Tampoco se trata de una práctica circunscrita a ciertos sectores sociales: por ejemplo, en México, como bien sabemos, la "mordida" es una práctica difundida entre los más pobres y entre los más ricos.
[43] Soborno y extorsión son males que involucran a funcionarios y ciudadanos de todos los niveles y (al menos casi) en todas partes.
[44] Pero hay sistemas políticos que encumbran la corrupción como engranaje fundamental de su funcionamiento. Ese fue el caso de la maquinaria institucional mexicana durante muchos años.
[45] La personalización de la política y la simulación en el lenguaje que caracterizaron a muchos gobiernos posrevolucionarios constituyen un ejemplo de corrupción institucionalizada difícilmente superable.
Como bien lo advertía Morris:
[...] la corrupción en México emana de un desequilibrio estructural de las fuerzas estatales y sociales, que de hecho confiere al Estado mexicano y a sus representantes un virtual monopolio de las oportunidades de riqueza y movilidad. Esa asimetría estructural fomenta un peculiar patrón de conducta corrupta caracterizado por una extorsión generalizada.
[46]Al describir el funcionamiento del sistema político mexicano durante las décadas pasadas, el mismo Morris subraya cómo la rotación, la falta de seguridad en el empleo, el deficiente funcionamiento del sistema de jubilaciones, la personaIización de la política y el diseño jerárquico del sistema durante el régimen de partido hegemónico determinaron que "[...] la única manera de sobrevivir políticamente [consistiera] en acatar las reglas del sistema y disfrutar los beneficios del cargo publico".
[47] Beneficios, no sobra decirlo, ilegítimos e ilegales que además servían como cementa para afianzar la lealtad y la dependencia hacia los superiores jerárquicos, creando un sentimiento de legitimación recíproco que ayudaba a evitar el conflicto entre la élite.
[48] De esta forma la corrupción se afianzó como ingrediente del sistema que sólo era perseguido cuando algún político caía en desgracia o cuando los dueños de la maquinaria decidían castigar a algún desertor o a algún enemigo político. O al menos eso denunciaban los acusados.
Pero no debemos perder de vista un dato fundamental: para la existencia de funcionarios corruptos deben existir ciudadanos corruptores. Por ello, la corrupción, una practica que no pocas veces se considera virtud, abrazó a los medios de comunicación, a las empresas, a los sindicatos, a muchos políticos de oposición, a mas de un académico y, ciertamente, a los ciudadanos de a pie. Además, funcionaba como un excelente mecanismo de cooptación política que, entre otras cosas, desincentivaba la organización y la movilización ciudadanas. Así las cosas, una vez institucionalizada, la corrupción se convirtió en un motor para el sistema, un salvavidas para la clase política y un combustible para la cultura nacional. Según Morris, la "cultura mexicana de la corrupción" que retroalimenta a la realidad corrupta y termina por justificarla, decretando su arraigo nacional,
[...] se caracteriza por la proliferación de la corrupción en la vida civil, por la glorificación cultural de la corrupción en ciertos sectores de la población, por el surgimiento de una moralidad distorsionada en la clase media, por la desviación de la responsabilidad individual y por la difusión de la desconfianza y del cinismo hacia el gobierno y los funcionarios públicos.
[49]Subrayo dos datos de la cita que nos ofrecen coordenadas nuevas para retomar el discurso: a) en México el corrupto no solamente ha sido tolerado, sino que con frecuencia ha sido glorificado, y b) la corrupción aniquila el sentimiento de responsabilidad individual. En un contexto en el que (al menos en apariencia) todos roban, el que no lo hace destaca por su imbecilidad y los que sí lo hacen diluyen su acción en el actuar colectivo: ¿por qué no he de aprovecharme si todos los demás se aprovechan? Además, corre como pólvora la tranquilizante idea de que abstenerse del robo individual de nada sirve para frenar el atraco generalizado. Nadie duda que existan leyes en la materia y que la corrupción sea un acto jurídicamente sancionado, pero todos calculan los costos que pagaría aquel que "arroje la primera piedra". Es así como se fue gestando una "cultura de la corrupción", reflejo de una verdadera cultura de la ilegalidad, durante largos años: tú robas, yo robo, todos robamos.
Pero no perdamos de vista que el sistema político mexicano ha cambiado sustantivamente en los últimos años. Nadie puede negar la transformación democratizadora de las últimas décadas: hoy en día todos los partidos políticos compiten en condiciones equitativas para ganar el voto popular en contiendas limpias y transparentes. A pesar de las múltiples interpretaciones que se han dado a nuestra transición hacia la democracia, no es posible negar los datos duros que la realidad ofrece: alternancia en todos los niveles de gobierno, pluralidad política expresada en partidos políticos competitivos, autoridades electorales confiables, limitaciones recíprocas entre los diferentes poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) ,libertad de expresión como ejercicio permanente, etc.
[50] Sin duda falta mucho por hacer para consolidar la vida política democrática del país (sobre todo en términos de lo que se suele llamar “gobemanza"), pero los cambios están ahí ante los ojos incluso de quienes se niegan a reconocerlos.
De esta forma, poco a poco y después de un largo proceso de reformas, la realidad nacional se ha venido acercando al proyecto constitucional. Negarlo sería miope. Si a esto le sumamos una mayor independencia judicial que, aunque todavía con enormes rezagos, crece día con día y una sociedad civil mucho mas organizada y actuante que en el pasado reciente (la teoría indica que las organizaciones sociales contribuyen a inhibir la corrupción), tenemos que muchos de los rasgos estructurales que en el análisis de Morris explicaban la corrupción tienden a ser superados. Todavía es muy pronto para hacer un balance del impacto cultural que ha tenido y tendrá esta profunda transformación institucional (que ha implicado una enorme mutación política), pero podemos suponer que el nuevo funcionamiento del sistema (con los cambios que ha implicado en su diseño) modificará los patrones de la corrupción. La sola creación de instituciones "de transparencia", como el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública, apuntan en esa dirección virtuosa. EI propio Morris, al analizar las crisis económicas de los años ochenta y la paulatina apertura del sistema político de esos años, advertía una posible "crisis de la corrupción".
[51] Una crisis anunciada por el debilitamiento del Estado como factor de cooptación, terreno privilegiado para los acuerdos intraélite y factor de movilidad social, por la competencia política y la alternancia en el poder, por la pluralidad expresada en las instituciones de representación, por la transformación del modelo de desarrollo económico, etc. Hoy sabemos que todos estos aspectos se han venido materializando. Pero, ¿podemos decretar que también nuestra cultura, al menos en esta materia, esta cambiando? Dejo abierta la pregunta para el lector.
Recapitulando. Los mexicanos no son corruptos por naturaleza, pero durante muchas décadas la corrupción se fue convirtiendo en un ingrediente institucionalizado basilar para el funcionamiento del sistema político mexicano. De esta forma el fenómeno de la corrupción se fue instalando en la cultura política nacional dando lugar a una verdadera cultura de la corrupción en México. Mundialmente famosa, por si fuera poco. Los cambios recientes a nuestro sistema político, que permiten hablar de una transición hacia la democracia en el país y de un mayor acercamiento entre la realidad y el proyecto constitucional, sientan las bases para poner en marcha mecanismos institucionales que disminuyan los índices de corrupción. Ciertamente la corrupción es un fenómeno complejo que no saldrá totalmente por la ventana ahora que ha entrado la democracia por la puerta grande (los escándalos en las democracias consolidadas son el mejor recordatorio de la persistencia de este mal inevitable), pero enfrentamos una coyuntura inédita para avanzar en el frente de la transformación cultural. Convencernos a nosotros mismos y convencer a los demás de que ahora, con las nuevas reglas y por el bien de todos, "el que transa no debe avanzar", es el primer paso para evitar que los corruptos y la cultura de la corrupción sigan avanzando.
QUINTO LUGAR COMÚN: "LOS MEXICANOS NO SON IGUALES ANTE LA LEY"
Este triste lugar común, confirmado por la realidad, es la negación de ilustres ideales: "nadie por encima de la ley", "la ley es la misma para todos", "la ley no distingue entre las personas". Frases hechas que son la negación de este lugar común que, en positivo, evocan uno de los ideales liberales y democráticos más valiosos: todo individuo, por el solo hecho de serlo, deberá obtener el mismo trato que los demás. Al menos formalmente. ¿Qué quiere decir esto? Simple: que recibiremos el mismo trato de las autoridades, que éstas actuarán de manera imparcial en los conflictos entre individuos y que podremos prever las consecuencias jurídicas de nuestros actos en igualdad de condiciones.
Esta igualdad jurídica también promueve una especie de igualdad sustantiva: aquella que nos dice que todos somos iguales en derechos fundamentales y que el Estado debe garantizar que los derechos de todos sean debidamente satisfechos. En teoría esto vale para los derechos de libertad (medalla del pensamiento liberal), para los derechos políticos (conquista del pensamiento democrático) y para los derechos sociales (bandera del pensamiento socialista). Regresamos a nuestro punto de partida: el Estado (social y democrático) de derecho promueve la igualdad en derechos de todas las personas. Pero en México, durante años y aunque las cosas han comenzado a cambiar, ese ideal transformador no ha dejado de ser una proclama enunciada elocuentemente en la Constitución. De ahí el tino del lugar común. Formalmente somos iguales ante la ley, pero en la práctica recibimos un trato diferenciado.
[52] La mentira que denuncia Octavio Paz regresa con angustiante actualidad. Sabemos que nuestra Constitución recogió los principios más nobles que habían quedado plasmados en las constituciones americana de 1787 (sobre todo en algunas de sus enmiendas, particularmente en el Bill of Rights de 1791), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la Constitución francesa de 1793 y la Constitución española de 1812. Pero también sabemos que nuestra realidad política y social apenas puede compararse, en aquel entonces y en el presente, con las realidades de dichos países. Aquí retoma sentido nuestra distinción entre cultura (y práctica) jurídica y cultura de la legalidad.
La desigualdad en los hechos y ante el derecho entre las personas es una diferencia devastadora. Como advirtió Samuel Ramos, nuestra vida nacional se desdobla en dos planos separados, "uno real y el otro ficticio", y cuando la "[...] vida se desenvuelve en dos sentidos distintos, por uno la ley y por el otro la realidad, esta última siempre será ilegal".
[53] El propio Ramos rescata para nosotros esta elocuente frase de García Calderón que nos permite cerrar la idea:
El desarrollo de las democracias iberoamericanas difiere considerablemente del admirable espíritu de sus cartas políticas. Estas contienen todos los principios de gobiernos aplicados por las grandes naciones europeas, armonía de poderes, derechos naturales, sufragio universal, asambleas representativas; pera la realidad contradice el idealismo de estos estatutos importados de Europa.
[54]En síntesis, la igualdad ante la ley es una justa y valiosa proclama constitucionalizada que no ha terminado de instalarse en la realidad mexicana. Ni siquiera ahora que podemos presumir un clima de libertades civiles y políticas sin precedente en nuestra historia. La realidad indica que detrás de la igualdad jurídica descansa una indignante y apremiante desigualdad económica que nos recuerda que nuestros rezagos siguen siendo estructurales. Desigualdad, esta última, que trae aparejadas divergencias alimenticias, educativas, de salud, de oportunidades, etc. Parecería que, en una triste paradoja, al quedar plasmada en la Constitución, la igualdad abstracta quedó como la única igualdad posible. Paz lo había denunciado con su particular agudeza: "[...] al fundar a México sobre una noción general del Hombre y no sobre la situación real de los habitantes de nuestro territorio, se sacrificaba la realidad a las palabras y se entregaba a los hombres de carne a la voracidad de los mas fuertes".
[55] A los más fuertes que siguen estando ahí disfrutando sus privilegios. Y esto, inevitablemente, pesa sobre la conformación de la cultura. De unos, de otros y de los de en medio.
Me atrevo a contar una anécdota real que testimonie hace unos diez años en la casa de campo de la familia de un empresario que también ha tenido una destacada trayectoria política y que, me parece, ilustra como se consolida una cultura de la desigualdad entre desiguales de facto. En aquella ocasión compartían la mesa empresarios y políticos de relevancia nacional con sus respectivas familias. A media tarde, cuando los adultos se disponían a beber un digestivo y a disparar al blanco con escopeta, la prudencia sugirió alejar a los menores: un grupo de pequeños y pequeñas que gustosamente aceptaron ir a dar la vuelta en una carreta jalada por un caballo que, a su vez, seria tirado por otros pequeños cuyas familias no pertenecían al selecto grupo. Los hijos de los trabajadores trabajaban para los hijos de los patrones como tiradores de caballo. Niños y niñas, en ambos lados de la carreta, que estaban aprendiendo que en este país no todos son iguales. Unos van arriba y otros van abajo. La discriminación y el recelo hacia los "otros", los "distintos" se incuba en esas postales de domingo. Sobra mencionar que ninguno de los adultos pareció extrañarse. Unos se preparan para gobernar, los otros siguen ensillando sus caballos: toda una cultura de la desigualdad.
Como se ha insistido en la primer parte de este documento, cuando hablamos de la (cultura de la) legalidad, que en un Estado de derecho significa hablar de los derechos fundamentales (de libertad políticos y sociales), iguales para todo, estas anécdotas no son banales. EI trato desigual y discriminatorio forma parte de una cultura que nada tiene que ver con los Estados sociales y democráticos de derecho. Constituyen su negación absoluta. De hecho, estas reflexiones anteriores me obligan a plantear una pregunta para la que no tengo una respuesta satisfactoria: si no existe una igualdad de facto ante la ley, mucho menos una igualdad e derechos (en el acceso a la garantía de los mismos) y en la manera de relacionarnos entre nosotros: ¿es posible, resulta sensato, indagar cuál es la cultura de la legalidad en México? En otras palabras, ante tantas desigualdades, ¿existe algo como una cultura de la legalidad compartida por todos los mexicanos? Ya lo adelantaba: no tengo la respuesta. Sin embargo, estoy convencido de que las culturas pueden transformarse y/o construirse, aunque lo hagan paulatinamente, y que el principio de igualdad es un buen faro hacia el que debemos orientar nuestro replanteamiento cultural. Al menos por lo que hace a la cultura de la legalidad democrática.
UNA REFLEXIÓN FINAL, PERO NO CONCLUYENTE
Nuestra historia política y nuestra realidad social brindan ciertas claves para delinear algunos rasgos de la cultura de la legalidad en México. Atando cabos es posible entrever en la ambigüedad un posible hilo conductor: México, desde 1917, ha sido un Estado social y democrático de derecho en el que el Estado ha pasado desde un autoritarismo que negó el rasgo democrático, descuidó el carácter social y muchas veces pisoteó las garantías que supone el apelativo "de derecho", hacia una democracia que no ha sido capaz de enfrentar el rezago social y que busca dar vigor a su naturaleza "de derecho", pero sin la legitimidad suficiente para utilizar la fuerza del "Estado" (o lo que queda de ella). Nuestra cultura ha quedado atrapada en esa ambigüedad. En medio de tanta complejidad es difícil encontrar el nudo gordiano que atrapa nuestra (in)cultura de la (i)legalidad y, mientras no lo encontremos, será imposible cortarlo. Mi hipótesis es que el combate contra la desigualdad en todos sus niveles puede ser la clave para recomponer nuestras relaciones con las autoridades, con los otros y con las leyes. Una cultura de la legalidad democrática es una cultura de la igualdad en derechos que sólo florece cuando una base de igualdades materiales, educativas, etc., le dan sustento. Transformar la cultura de la desigualdad, de la corrupción y del miedo en una cultura de la legalidad democrática es una tarea titánica que sólo será realizable si superamos la ambigüedad que existe entre lo que dicta el discurso y lo que muestran los hechos.
Mientras nuestra sociedad sea el reino de la desigualdad (económica, social, de facto jurídica) seguirá siendo cuna de la violencia, civil o política, privada o estatal y de los discursos que reclaman una "cultura de la legalidad a secas". En cambio, la cultura de la legalidad que imagino, la que exige un Estado democrático de derecho, tiene más que ver con la solidaridad, la corresponsabilidad, el sentido de lo público, la tolerancia y el contacto interpersonal que con el uso de la fuerza pública, la fortificación de lo privado, el aislamiento interpersonal, la envidia y la desconfianza. Ciertamente el Estado tiene la obligación de garantizar la paz social, los derechos patrimoniales de las personas y, sobre todo, sus derechos fundamentales a la integridad física y a la vida. Pero el camino para hacerlo no es restringiendo libertades y exigiendo un cumplimiento ciego de las normas. Todo lo contrario: la única manera de proteger los derechos de unos cuantos es garantizar los derechos de todos y eso se logra cuando existe una conciencia compartida de los principios que dan sustento a la democracia constitucional. Empezando por el mínimo de derechos sociales permitan tener una vida digna, como miembros activos de su sociedad, a las nuevas generaciones de los que nada tienen. Una cultura afianzada en estos principios es la única compatible con un Estado social democrático de derecho. Una cultura de la corresponsabilidad social y del respeto mutuo entre personas que se reconocen como iguales.
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PRINCIPIOS Y VALORES DE LA DEMOCRACIA*
Luis Salazar
La soberanía popular
De acuerdo con su significado original, democracia quiere decir gobierno del pueblo por el pueblo. El término democracia y sus derivados provienen, en efecto, de las palabras griegas demos (pueblo) y cratos (poder o gobierno). La democracia es, por lo tanto, una forma de gobierno, un modo de organizar el poder político en el que lo decisivo es que el pueblo no es sólo el objeto del gobierno lo que hay que gobernar sino también el sujeto que gobierna. Se distingue y se opone así clásicamente al gobierno de uno la monarquía o monocracia o al gobierno de pocos -la aristocracia y oligarquía. En términos modernos, en cambio, se acostumbra oponer la democracia a la dictadura, y más generalmente, a los gobiernos autoritarios. En cualquier caso, el principio constitutivo de la democracia es el de la soberanía popular, o en otros términos, el de que el único soberano legítimo es el pueblo.
Para entender este principio conviene aclarar, primero, el significado de la palabra soberanía. En el desarrollo de las complejas sociedades nacionales modernas surgió la necesidad de contar con un poder centralizado, capaz de pacificar y someter dentro de un territorio determinado tanto a los poderes ideológicos -iglesias, universidades, medios de comunicación, etc.- como a los poderes económicos -grupos financieros, empresariales, corporaciones, etc. - mediante la monopolización de la violencia legítima. Emergió así el Estado político moderno como instancia de defensa de la unidad nacional tanto frente a las amenazas externas como a los peligros internos de disgregación. Para ello dicha instancia tuvo que afirmar su poder como poder soberano, es decir, superior políticamente al de cualquier otro poder, tanto externo como interno.
Empero, la configuración de una instancia de tal naturaleza sólo podía tener sentido si se evitaba que su poder fuera arbitrario o abusivo, Por ello, el Estado moderno hubo de configurarse como Estado de derecho, es decir, como un poder encargado de elaborar y hacer cumplir las leyes, pero también un Estado sujeto a las propias leyes establecidas.
La soberanía del Estado, del poder político, se transformó así en soberanía de la legalidad, donde las propias instituciones estatales se encuentran jurídicamente limitadas en sus competencias y atribuciones. Con este fin se desarrolló la técnica de la división de los poderes en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de tal manera que se evitara tanto la concentración como la extralimitación o abuso del poder. Al distinguirse al menos tres funciones del Estado en instancias diferentes, cada una debe servir para controlar y evitar los potenciales abusos de las demás.
Sin embargo, dicho control del gobierno por el gobierno sólo pudo consolidarse mediante la democratización de la soberanía estatal, esto es, mediante la sustentación del imperio de la legalidad en la soberanía popular. Básicamente ello significa que el poder supremo, el poder soberano, sólo puede pertenecer legítimamente al pueblo, y que es éste y nadie más quien debe elaborar, modificar y establecer las leyes que organizan y regulan tanto el funcionamiento del Estado como el de la sociedad civil.
De esta manera, el Estado nacional propiamente moderno desemboca progresivamente en Estado soberano, constitucional y democrático, entendiéndose que soberanía, constitucionalidad y democracia son dimensiones esenciales que deben apoyarse recíprocamente. O, en otras palabras, que la afirmación del principio de la soberanía popular requiere de un Estado capaz de afirmarse como poder superior, como poder legal y como poder representativo de la voluntad popular. Por eso un Estado que se ve sometido a poderes externos o internos de cualquier naturaleza, o uno que no puede cumplir y hacer cumplir las leyes, o uno que no logra representar legítimamente la voluntad del pueblo no es, por definición, un Estado que encarne efectivamente el principio de la soberanía popular.
Cuando se dice entonces que el pueblo es soberano se quiere decir que la fuente última de todo poder o autoridad política es exclusivamente el pueblo; que no existe, por ende, ningún poder, ninguna autoridad por encima de él, y que la legalidad misma adquiere su legitimidad por ser expresión en definitiva de la voluntad popular. Nótese bien que lo decisivo para el principio democrático no es, como en ocasiones se pretende, que se gobierne para el pueblo, para su beneficio y bienestar: gobiernos autoritarios y dictatoriales pueden, de hecho, pretender hacerlo así; y gobiernos democráticamente configurados, en cambio, pueden desarrollar políticas que se revelan contrarias a esos supuestos beneficio y bienestar. No es, por lo tanto, el contenido político- de un gobierno lo que determina su naturaleza democrática o autocrática, sino el modo en que este gobierno es constituido y legitimado. La democracia es, estrictamente, el gobierno que se sustenta en el principio de la soberanía popular, es decir, el gobierno del pueblo por el pueblo.
¿Cómo puede gobernar el pueblo?
Lo anterior suscita de inmediato una pregunta: ¿cómo es posible que se realice la soberanía popular, es decir, el gobierno por el pueblo? Pregunta que remite a una cuestión previa, para nada ingenua: ¿Quién es el pueblo soberano, el pueblo que gobierna? Buena parte de los debates acerca de la democracia se relacionan con la manera en que se entienden los términos pueblo y popular pues, en los hechos, estos términos son abstracciones, es decir, conceptos generales que no se refieren a objetos empíricos, sino a colectivos relativamente convencionales. Así, en la teoría de la democracia la categoría de pueblo gobernante ha tenido muy diversos significados que nunca han coincidido con el conjunto de los habitantes de una sociedad determinada. Es decir, con el pueblo gobernado.
De esta manera, cuando en las sociedades democráticas modernas se habla del pueblo soberano, esta expresión se refiere exclusivamente al conjunto de los ciudadanos, es decir, de los hombres y mujeres que gozan de derechos políticos y que pueden, por consiguiente, participar de un modo o de otro en la constitución de la voluntad política colectiva.
El principio de la representación política democrática
Las tareas gubernamentales -la elaboración, discusión e implantación de políticas públicas- suponen hoy día un alto grado de complejidad y especialización. Los gobiernos contemporáneos tienen que tomar constantemente decisiones de acuerdo con circunstancias cambiantes, asumiendo responsabilidades por las mismas y evaluando sus resultados. Todo ello vuelve inviable, e incluso indeseable, la participación permanente de la ciudadanía en su conjunto, que no sólo desconoce generalmente la complejidad de los problemas en cuestión sino que, por razones evidentes, no puede dedicarse de tiempo completo a las tareas de gobierno. Un Estado que por incrementar la democracia pretendiera poner a discusión y votación del pueblo todas y cada una de las medidas a tomar no sólo caería en políticas incoherentes y contradictorias, sino que también se volvería intolerable para el buen funcionamiento de la sociedad al exigir de los ciudadanos una dedicación total en las cuestiones públicas.
Por ello, la democracia moderna sólo puede ser representativa, es decir, basarse en el principio de la representación política. El pueblo -los ciudadanos en su conjunto- no elige de hecho, bajo este principio, las políticas a seguir, las decisiones a tomar, sino que elige a representantes, a políticos, que serán los responsables directos de tomar la mayoría de las decisiones. Ello no anula, por supuesto, la posibilidad de que en algunos casos excepcionales (la aprobación de una ley fundamental o de una medida extraordinaria) se pueda recurrir a un plebiscito, es decir, a una votación general para conocer la opinión directa de la ciudadanía. No obstante, debieran ser evidentes las limitaciones de un procedimiento que, por naturaleza, excluye la complejidad de los problemas así como la necesidad de discutir ampliamente las políticas a seguir, y que sólo puede proponer alternativas simples a favor o en contra.
De esta manera, la selección y elección democrática de los representantes y funcionarios se convierte en un momento esencial de la democracia moderna. Por ello, buena parte de las reglas del juego democrático tiene que ver con las instancias, formas y estrategias relacionadas con los procesos electorales, pues es en estos procesos donde el pueblo soberano, la ciudadanía activa, hace pesar directamente su poder (sus derechos políticos) mediante el voto. Es en ellos, además, donde cada individuo, independientemente de su sexo, posición social o identidad cultural, puede expresar libremente sus preferencias políticas, en el entendido de que ellas valdrán exactamente lo mismo que las de cualquier otro individuo.
Es evidente, sin embargo, que en sociedades donde votan millones de personas la elección de representantes y gobernantes no puede hacerse sin mediaciones, so pena de una inmanejable dispersión de los sufragios. Es por ello que la democracia moderna requiere de la formación de partidos políticos, de organizaciones voluntarias especializadas precisamente en la formación y postulación de candidatos a los puestos de elección popular. Los partidos son, por lo tanto, organismos indispensables para relacionar a la sociedad civil, a los ciudadanos, con el Estado y su gobierno, en la medida en que se encargan justamente de proponer y promover programas de gobierno junto con las personas que consideran idóneas para llevarlos a la práctica. Ahora bien, el sufragio sólo puede tener sentido democrático, sólo puede expresar efectivamente los derechos políticos del ciudadano, si existen realmente alternativas políticas, es decir, si existe un sistema de partidos plural, capaz de expresar, articular y representar los intereses y opiniones fundamentales de la sociedad civil.
Es mediante las elecciones, entonces, que el pueblo soberano, los ciudadanos, autorizan a determinadas personas a legislar o a realizar otras tareas gubernamentales, constitucionalmente delimitadas, por un tiempo determinado. Con ello el pueblo delega en sus representantes electos la capacidad de tomar decisiones, en el entendido de que una vez transcurrido el lapso predeterminado podrá evaluar y sancionar electoralmente el comportamiento político de los mismos. De esta manera, a pesar de las mediaciones y a través de ellas, se asegura que sea la soberanía popular la fuente y el origen de la autoridad democráticamente legitimada.
La democracia moderna es, en suma, un conjunto de procedimientos encargados de hacer viable el principio fundamental de la soberanía popular, el gobierno del pueblo por el pueblo. Se trata, por ende, de una democracia política, en la medida en que es básicamente un método para formar gobiernos y legitimar sus políticas. Se trata de una democracia formal, porque como método es independiente de los contenidos sustanciales, es decir, de las políticas y programas concretos que las diversas fuerzas políticas promuevan. Y se trata, además, de una democracia representativa, por cuanto la legitimidad de dichos gobiernos y políticas debe expresar la voluntad de los ciudadanos o, por lo menos, contar con el consenso explícito de los mismos.
Así definida, la democracia moderna ha de entenderse como una democracia procedimental o formal, como un método y no como una política o programa de gobierno particular que pueda identificarse con tal o cual partido, con tal o cual ideología política. La democracia no debe verse, por lo tanto, como una solución de los problemas que aquejan a una sociedad, ni como una «varita mágica» que posibilite la superación de todas las dificultades.
Como método, la democracia moderna sólo es capaz de enfrentar un problema -aunque ciertamente se trata de un problema crucial: el de cómo formar gobiernos legítimos y autorizar programas políticos. O, en otras palabras, los procedimientos democráticos sirven no para resolver directamente los problemas sociales, sino para determinar cómo deben plantearse, promoverse e implantarse las políticas que pretendan resolver esos problemas. Importa subrayar este punto, pues no pocas veces se genera la ilusión de que la sola democracia va a permitir la superación de todas las dificultades y conflictos. Ilusión que no sólo provoca desencantos ulteriores, sino que oscurece además la necesidad de que tanto los ciudadanos, como los partidos y representantes, elaboren y promuevan democráticamente verdaderas soluciones para los problemas sociales existentes.
Cabría preguntar, entonces, si la democracia moderna es solamente formal, política y representativa, si es tan sólo un método, un conjunto de procedimientos, ¿por qué es deseable la democracia? o en otros términos: ¿cuáles son los valores que hacen preferible políticamente a la democracia como forma de gobierno frente a sus alternativas autoritarias? o más todavía, ¿por qué se cree que el pueblo debe autogobernarse? Para responder a estas cuestiones es preciso entonces abordar los valores políticos presupuestos por los ordenamientos democráticos.
Pluralidad
Las sociedades modernas están cruzadas por una diversidad de intereses, concepciones, puntos de vista, ideologías, proyectos, etc. Las diferencias de oficio, de riqueza, de educación, de origen regional, etc., construyen un escenario donde coexisten diferentes corrientes políticas.
Para quienes piensan que un grupo social, un partido o una ideología encama todos los valores positivos, y que sus contrarios o antagonistas de igual forma encarnan todos los valores negativos, el tema de la pluralidad solamente puede observarse como algo indeseable, que reclama su supresión para organizar a la sociedad bajo una sola concepción del mundo, una organización y unos intereses igualmente monolíticos.
Puede afirmarse que, desde esa óptica, el pluralismo es entendido como un mal que debe ser conjurado agrupando a la sociedad bajo un solo mando. Tanto las concepciones integristas religiosas como las revolucionarias dogmáticas coincidirían en la necesidad de superar el pluralismo, construyendo la unidad monolítica del pueblo-nación. Por el contrario, la fórmula democrática parte de reconocer ese pluralismo como algo inherente y positivo en la sociedad que debe ser preservado como un bien en sí mismo. No aspira a la homogeneización ni a la unanimidad porque sabe que la diversidad de intereses y marcos ideológicos diferentes hacen indeseable e imposible -salvo con el recurso de la fuerza- el alineamiento homogéneo de una sociedad.
Ese pluralismo, además, permite no sólo relativizar las certezas políticas, sino que teóricamente obliga a un procesamiento más cuidadoso y racional de los asuntos públicos. De tal suerte que el pluralismo, de suyo, es evaluado como un valor positivo.
LA FORMACIÓN DEL CONCEPTO DE ESTADO DE DERECHO
*Jesús Rodríguez Zepeda
(...) Durante la Edad Media (siglos V al XIV) la noción de ley se mantuvo vinculada al ejercicio de la razón -que como hemos visto es una herencia clásica-, tratando con ello de ofrecer principios de justicia para evitar el despotismo y la arbitrariedad del poder. Sin embargo, la discusión decisiva a propósito de la ley giró en torno a su origen. Según el pensamiento cristiano escolástico que predominó durante la Edad Media, toda ley, natural o humana, era una expresión de la voluntad de Dios y, de existir en el mundo algún tipo de orden, éste habría de provenir no de los hombres, sino de Dios.
La concepción medieval de la ley otorgaba a ésta una racionalidad plena, toda vez que provenía de la voluntad divina. Los reyes de la tierra, según esta visión del mundo, poseían el poder político no por sus esfuerzos o su talento, sino por la gracia divina. El derecho a gobernar, entonces, era un «derecho divino», pues la fuente de la legitimidad del poder y de las leyes que éste promulgaba residían en Dios y no en los hombres. La idea de un derecho divino para gobernar suponía la existencia de una sociedad claramente estratificada y jerarquizada, con un pensamiento religioso común guiado por la Iglesia. Las leyes, por supuesto, eran racionales y universales, pero siempre en el sentido en que lo es toda expresión de una voluntad divina. En todo caso, la dispersión del poder político que caracterizó a esta época fue compensada por el predominio de los valores religiosos compartidos por la cristiandad.
La crisis de esta concepción de la ley, como la de muchas otras ideas medievales, habría de venir con el Renacimiento (siglo XVI). Basta recordar que fue Maquiavelo, en El príncipe
[56], quien hizo una severa crítica a la idea de que el soberano último en cuestiones políticas es Dios. Aunque Maquiavelo realmente se interesa poco por el estatuto de las leyes en las relaciones políticas, su descripción de las relaciones de poder como resultado de las virtudes (no morales, sino prácticas) y estrategias de los hombres reales preparó el camino para pensar que las leyes derivaban de la voluntad de los hombres y no de la de Dios. Maquiavelo, al laicizar la política (es decir, al excluir de su argumentación los criterios religiosos), abrió las puertas a la modernidad política.
La modernización de la política tiene, entonces, un rasgo característico: devuelve a los hombres las cuestiones que en la Edad Media aparecían como patrimonio exclusivo de Dios. Pero esta reposición de la dignidad y protagonismo humanos abrió en seguida nuevos problemas. En el caso de las leyes, el dilema era el siguiente: si la garantía de justicia de las leyes se había esfumado con la renuncia a fundamentarlas en la voluntad divina, ¿cómo podrían definirse leyes justas partiendo únicamente de los hombres?
Ciertamente, la pérdida de Dios como criterio de justicia obligaba a buscar nuevos fundamentos para el poder político y sus leyes. Algunos de ellos fueron postulados por autores como Hugo Grocio y Thomas Hobbes. El primero, en su obra De jure belli ac pacis (Del derecho de la guerra y de la paz, 1625), tratando de justificar la existencia de ciertos principios que debían regular las relaciones entre naciones, actualizó la noción de derechos naturales (que provenía de la Edad Media) relacionándola con la idea de que la soberanía era un atributo de los Estados. Aunque su argumentación atendía sobre todo al tema de las relaciones internacionales, los conceptos que utilizó permitieron el desarrollo de una teoría moderna de los derechos naturales. Este desarrollo habría de adquirir sistematicidad en la obra del filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes, quien intentó fundamentalmente ofrecer una respuesta científica al problema de la obligación política.
Si, como hemos dicho, la referencia a la voluntad divina como fuente de la autoridad había venido a menos, surgía entonces el problema de justificar la obediencia de los súbditos al poder de un soberano sin recurrir a principios trascendentales
[57]. Para responder a esta cuestión, Hobbes estableció algunos conceptos que serían decisivos en todo el pensamiento político posterior. (...) El problema aparece cuando, al ejercer cada hombre su libertad -hacer lo que le dicta su voluntad-, entra en conflicto con otros hombres igualmente libres y soberanos y pone en riesgo su vida. Ya que, según Hobbes, la vida es el valor fundamental, los hombres deciden celebrar un «contrato» mediante el cual renuncian a todo aquello que puede poner en riesgo la vida y la seguridad de los demás (es decir, renuncian al ejercicio de su derecho natural) y aceptan obedecer a un «soberano», autorizándolo a imponer el orden y garantizar la defensa de la vida de cada uno. Éste es el momento de fundación simultánea de la sociedad (pactum societatis) y del gobierno (pactum subjetionis), a partir del cual los hombres están obligados a respetar las leyes del soberano que han autorizado.
No obstante que Hobbes aporta las ideas fundamentales de que la soberanía reside originalmente en los individuos y que un gobierno sólo es legítimo si proviene de la voluntad de los hombres, su teoría acaba justificando la concentración absoluta del poder en una sola figura --por eso Hobbes es un defensor del llamado «absolutismo»--, pues no considera posible que los súbditos conserven derechos propios después del contrato social. La idea de que existen derechos naturales que no se pierden con el contrato no tardaría mucho en aparecer, y sería hacia el final del mismo siglo XVII cuando el filósofo John Locke reformularía la teoría del contrato a partir de la noción de libertad individual irrenunciable. Con él aparecería la primera formulación del Estado de derecho.
Locke daría un paso adelante al proponer que esta legitimidad no sólo estaba, como en Hobbes, en el origen del gobierno y las leyes, sino también en su control y vigilancia por parte de los ciudadanos. Para que esto sucediera, Locke tuvo que proponer la libertad de los individuos como un valor inmutable, es decir, como un derecho natural no sujeto a regateos ni negociaciones. En su Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Locke parte también de la idea de un estado de naturaleza, es decir, de una situación originaria previa a la creación de la sociedad en la cual los hombres, por el simple hecho de serlo, poseen una serie de derechos y libertades. Que se encuentran salvaguardados por un principio de la razón llamado ley natural (según Locke, establecida por Dios), que ordena a los hombres no atentar contra la vida, salud, libertad o posesiones de sus semejantes. En esta situación «casi» ideal, los hombres disfrutan de ciertos derechos fundamentales: a la libertad, la igualdad, la propiedad y a castigar a quienes no respeten las prohibiciones de la ley natural.
De entre estos derechos el fundamental es el de libertad, de cuya conservación depende el ejercicio de los restantes. Sin embargo, la misma libertad que permite a los hombres la convivencia pacífica puede ser mal usada por algunos al desobedecer la norma de la ley natural, es decir, al atacar a un semejante en su libertad, salud o posesiones(...) Como todos los individuos tienen derecho a castigar a los transgresores de la ley natural, cualquier hombre está autorizado para fijarles un castigo y aplicarlo. Sin embargo, señala Locke, lo más seguro es que quienes pretendan sancionar a un infractor sean los afectados directamente por su acción, y por tanto hay el riesgo de que el castigo así ejercido sobrepase la magnitud del daño infligido, pues «nadie es buen juez de su propia causa» (...) Como los hombres no podrían despojarse de su inclinación a castigar, lo mejor sería, piensa Locke, que dejasen en manos de representantes autorizados por ellos la función de ejercer la justicia.
Con ello se ganaría la posibilidad de un sistema de justicia objetivo, es decir, ejercido sin parcialidad, al tiempo que se garantizaría la defensa y el fortalecimiento de los derechos irrenunciables de libertad, igualdad y propiedad (...) El orden social es creado como un mecanismo para garantizar el libre ejercicio de los derechos que los hombres poseen por naturaleza, y el gobierno surge como una figura cuya obligación es precisamente la conservación de ese orden. Las ideas políticas de Locke ofrecen ya dos rasgos distintivos de la noción de Estado de derecho. Por un lado, la concepción de que el derecho emana de la voluntad de los ciudadanos y se orienta a garantizar el ejercicio de sus libertades y derechos fundamentales. Por otro, la definición del gobierno como un mandatario de los ciudadanos cuyo poder está limitado por las propias condiciones que constituyen su origen, es decir, por los derechos naturales de los individuos.
A mediados del siglo XVIII, el filósofo francés Juan Jacobo Rousseau agregaría nuevas ideas a esta noción de ley como soberanía ciudadana. Partiendo de un esquema similar a los de Hobbes y Locke, Rousseau se planteó también el contrato social como una salida del estado de naturaleza y la inauguración de la sociedad políticamente organizada. Sin embargo, el contrato social de Rousseau no suponía ninguna renuncia (Hobbes) ni delegación (Locke) de la libertad natural de los individuos por medio del contrato social. Para Rousseau, los hombres son libres por naturaleza, y la renuncia a esta libertad implicaría la renuncia a su propia condición humana. (...) si todos los hombres renuncian a su libertad natural y la ponen en manos de la sociedad (que se constituye con esta renuncia), pero no en las manos de ningún individuo particular, recibirán de la sociedad la misma libertad que han otorgado, sólo que ahora reforzada y protegida por la colectividad. Dicho de otro modo, los hombres reciben una libertad cívica o política a cambio de su libertad natural.
Rousseau no otorga la soberanía a ningún gobernante, sino que la mantiene en el cuerpo social creado por el contrato; por lo tanto, el único soberano es el pueblo mismo reunido, es decir, la comunidad política. (...) En esta perspectiva, la libertad natural de cada individuo adquiere una calidad superior al quedar bajo la guía no de una voluntad individual, sino de una «voluntad general». En efecto, según Rousseau el contrato social da lugar a la creación de una voluntad general que es la expresión perfeccionada de las distintas libertades individuales que se integran al contrato.
La noción de Estado de derecho deriva históricamente de la tradición política y jurídica liberal. Aunque al desarrollarse este concepto en el siglo XX ha incorporado elementos adicionales a los de su estructura básica, ningún sistema legal que carezca de los requisitos mínimos exigidos por los pensadores liberales que hemos revisado podría ser un genuino Estado de derecho. La conclusión que se impone es que el Estado de derecho reposa sobre dos pilares fundamentales: la limitación de la acción gubernamental por medio de leyes y la reivindicación de una serie de derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.
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[1] Cfr. Samuel Huntington y L. Harrison, La cultura es lo que importa. Planeta, Argentina, 2000, p. 26.
[2] Cfr. Gabriel Almond y Sidney Verba. La cultura cívica. Estudio sobre la participación política democrática en cinco naciones. Fundación Fomento de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada, Madrid, 1970. De los mismos autores, cfr. también, The Civic Culture Revisited, Little Brown and Company, Boston. 1980.
[3] Un autor que combina los tres elementos es Ronald Inglehart, para quién el desarrollo económico no lleva por sí solo a la democracia, sino que es necesaria una cultura política determinada. Cfr. Ronald Inglehart. The Silent Revolution: Changing Values and Political Styles among Western Publics. Princeton, University Press. Princeton, N. J., 1990. También del mismo autor, "The Renaissance of Political Culture", en American Political Science Review,vol. 4,. diciembre de 1998. pp. 1203-1230.
[4] Lawrence Harrison, UnderdeveIopment is a State of Mind: The Latin American Case. Cambridge, Center for International Affairs, Harvard University, Lanham, Md., University Press of America, 1985.
[5] Cfr. Samuel Huntington y L. Harrison. op. cit., p. 38.
[6] Un buen ejemplo de la importancia que Huntington Ie otorga al factor cultural y de las desafortunadas consecuencias teóricas que pueden acarrear los prejuicios en la materia. cfr. Samuel Hunlington. "The Hispanic Challenge", en ForeinK Policy. marzo/abril de 2004.
[7] Del libro de Peter Häberle, Teoría de la constitución como ciencia de la cultura. Tecnos. Madrid. 2000.
[8] En este sentido, cfr. Jacqueline Peschard. La cultura democrática, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, núm. 2, Instituto Federal Electoral. México. 1996.
[9] Ibid., p. 10.
[10] Norberto Bobbio. Teoria Generale della Politica, Einaudi, Torino. 2000, p. 183.
[11] Obviamente me refiero al derecho positivo. La teoría kelseniana del ordenamiento jurídico es un buen ejemplo: dada la naturaleza dinámica del ordenamiento, la producción normativa no puede prescindir de la noción de poder. Cfr. Hans Keisen, General Theory of Law and State. Cambridge, Harvard University Press, 1945, y ¿Qué es el positivismo jurídico? Fontamara. Mexico. 1997.
[12] Cfr. Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica. Mexico, 1998.
[13] Cfr. Norberto Bobbio, op. cit, pp. 89-97.
[14] Cfr. Elías Díaz, Estado de derecho y sociedad democrática, Taurus, Madrid, 1998.
[15] Cabe señalar que, desde mi perspectiva, los defectos fundamentales que corresponden a la tradición liberal. social y democrática son únicamente "derechos individuales". Sin embargo, en las últimas décadas han aumentado las voces que sostienen que algunos "derechos colectivos" pueden ser compatibles con el "estado de derecho" y, por lo tanto, con el constitucionalismo democrático moderno. El debate suele identificarse como una discusión entre pensadores “liberales" y teóricos "comunitaristas" o "multiculturalistas". No me detengo en esta prolija discusión, pero me pareció correcto señalarla.
[16] Michelangelo Bovero. Contra il Governo dei Peggiori. Una Grammatica della Democrazia, Laterza, Roma- Bari, 2001. p. 145. Existe una traducciónn al españoll realizada por Lorenzo Cordova y publicada por la editorial Trotta.
[17] Ibid.
[18] Los primeros pensadores modernos. como Hobbes. Locke, Rousseau y Kant, no dudaban en llamarlo "estado de naturaleza". Desde esa perspectiva. en realidad, el Estado anárquico es un no-Estado.
[19] Cfr. Luigi Ferrajoli. La Culturat Giuridica nell'ltalia del Novecento, Laterza. Roma-Bari, 1999.
[20] Uno de los autores mexicanos que ha enfrentado el argumento desde una perspectiva (principalmente) jurídica, Gerardo Laveaga, insiste en el papel que desempeña la "clase dominante" para la construcción de una cultura de la legalidad. EI propio Laveaga sostiene que, en el caso mexicano. el gremio de los abogados ha resultado ser un gremio cerrado y conservador. Cfr. Gerardo Laveaga. La cultura de la legalidad, IIJ-UNAM, México. 1999, pp. 32 y 95.
[21] Cfr. Luigi Ferrajoli. op.cit.
[22] Por ejemplo, para Jacqueline Peschard los componentes de una cultura política democrática son: la ciudadanía, la participación, la sociedad abierta, activa y deliberativa, la secularización, la competencia o eficacia cívica, la legalidad (universalidad en la aplicación de las normas), la pluralidad, la cooperación de los ciudadanos y una autoridad políticamente responsable. Cfr. Jacqueline Peschard, op. cit. 24 y ss.
[23] Cfr. Norberto Bobbio. op. cit. p. 381.
[24] Recordemos que la concepción de Bobbio se inserta en la tradición de la “democracia social” que otorga un lugar prioritario a los derechos sociales (al mismo nivel que a los derechos de libertad y a los derechos políticos).
[25] Cfr. A. Martínez Báez, "El derecho constitucional". en México y la cultura. Secretaria de Educación Pública, México. 1961, p. 942.
[26] Norberto Bobbio, op. cit..
[27] Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura, Porrúa, México, 1912, p.9.
[28] Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, UNAM, México. 1934.
[29] A. Siegfried. Amerique Latine. citado en ibid.,p. 61.
[30] Octavio Paz, El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica. México. 1959. p. 96.
[31] idem.
[32] idem.
[33] Hugo Concha, et al., Cultura de la Constitución en México. UNAM, TEPJF, COFEMER, México, 2004. p. 47. No es baladí recordar que desde el artículo 16 de Ia Declaración de los Derechas del Hombre y del Ciudadano de 1789, el significado de la Constitución tiene que ver con dos elementos imprescindibles: los derechos humanos y la separación de poderes (que sirve para proteger a los primeros).
[34] Héctor Aguilar Camín. "El México vulnerable. Un recuento de las zonas vulnerables de México a la hora del cambio", en Nexos, México. marzo de 1999, pp. 35-39, citado en ibid., p. 21.
[35] En los años recientes se han realizado múltiples y muy interesantes estudios de opinión que indagan sobre la cultura de la legalidad en México y en Latinoamérica. Sería interesante recuperar algunos de los datos que dichos estudios arrojan pero, para evitar que este trabajo quede atado a la temporalidad que inevitablemente acota el alcance de los estudios de opinión, prefiero limitarme a indicar al lector algunas indicaciones bibliográficas: "La democracia y la economía, Latinobarómetro (informe-resumen)", en: www.latinobarometro.org; Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, SEGOB, ENCUP 2001, en www.gobemacion.gob.mx; "La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos", elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). 2004: Julia Flores y Yolanda Meyenberg, coords., Ciudadanos y cultura de la democracia. Reglas. instituciones y valores de la democracia. IIS-UNAM, IFE. México, 2000.
[36] Diego Valadés, en las "Consideraciones preliminares" al estudio sobre la Cultura de /a Constitución en México hace una interesante reflexión sobre estos acontecimientos: “Si trasladamos (estos) episodios a otro contexto, e imaginamos que pasaría si el Capitolio de Washington fuera invadido por un grupo de jinetes, o si un grupo de jinetes armados desfilará por los Campos Eliseos, o si personas enmascaradas hablaran en el Parlamento británico, o si el alcalde de Berlín desconociera las sentencias del Tribunal Constitucional. no se dudaría en afinar que en cualquiera de esos países se estaría viviendo una crisis institucional". Hugo Concha, et al., op. cit. p. XIV.
[37] Cfr. Fernando Escalante. Ciudadanos Imaginarios, EI Colegio de México. México, 1993. EI particular. pp. 189 y siguientes.
[38] Cito de memoria algunas reflexiones expuestas por Fernando Escalante en una conferencia impartida en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en el marco de la Especialidad en Cultura de la Legalidad organizada por dicha institución, par la Secretaría de Educación Pública y por el Instituto Federal Electoral durante 2004 y parte de 2005.
[39] Stephen Morris, Corrupción y política en el México contemporáneo, Siglo XXI Editores, México. 1992. p. 14.
[40] Cfr. ibidem. En este mismo sentido y para el siglo XIX es digno de mención el libro de F. Escalante, ya citado, Ciudadanoss imaginorios, pp. 241.257.
[41] Stephen Morris, op. cit., p. 36.
[42] Sobre algunos de estos casos se recomienda Pedro Salazar, coord., El poder de la transparencia. Seis derrotas a la opacidad. IFAI-IIJ, México. 2005.
[43] Sobre la “institución" de la mordida, cfr. Karina Ansolabehere, "La mordida", caso de estudio para el primer módulo de la Especialidad en Cultura de la Legalidad, IFE, SEP, FLACSO, México, 2004.
[44] Sobre los conceptos de: corrupción, soborno y extorsión y sobre la dimensión mundial y multisistémica de los mismos, cfr. Miguel Carbonell) Rodolfo Vázquez, Poder. Derecho y corrupción IFE, ITAM, Siglo XXI, México, 2003.
[45] Creo que lo mismo podríamos decir del sistema político italiano durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el ex gobernante: Silvio Berlusconi representa la peor cara de los escándalos de corrupción de su país.
[46] Stephen Morris. op. cit., p. 63.
[47] Ibid, p. 66. Debo mencionar que Fernando Escalante da cuenta de esta misma tendencia a lo largo del siglo XIX. en Ciudadanos imaginarios. op. cit., pp. 251.257.
[48] Cfr. ibid. Con las palabras de Morris (quien cita a Purcell y a Knight al respecto): "EI uso de la corrupción para integrar una élite y estabilizar el sistema 'comprando' apoyo resultó decisivo en el desarrollo histórico del estable régimen mexicano”, Stephen Morris, op. cit., p. 89.
[49] Ibid., p. 94.
[50] Cfr. Ricardo Becerra. Et al., La mecánica del cambio político en México. Elecciones, partidos y reformas, Cal y Arena, 3ª. Ed., México, 2005.
[51] Stephen Morris. op. cit., pp. 153-163.
[52] Nuevamente quizás el único frente en el que este lugar común ha sido considerablemente revertido, es el que se refiere a los derechos políticos: en la medida en la que se ha logrado la limpieza electoral. los votos de los mexicanos han comenzado a tener un peso igual: "cada cabeza un voto y todos los votos valen lo mismo".
[53] Samuel Ramos. El perfil del hombre v la cultura en México, op. cit. p. 31. EI propio Paz denunciaba que casi todos los forjadores del México independiente pensaban, "con un optimismo heredado de la Enciclopedia, que basta con decretar nuevas leyes para que la realidad se transforme", Octavio Paz, El laberinto de la soledad. op. cit., p. 97.
[54] F. García Calderón, Les Democraties Latines del 'Ameriqu, p. 341. Citado en Samuel Ramos, op. cit.
[55] 0ctavio Paz, op. cit. p. 100.
*En Estado de derecho y democracia, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática No. 12, IFE, México.
www.ife.org.mx/documentos/DECEYEC/estado_de_derecho_y_democracia.htm[56] Cfr. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Alianza, Madrid, 1980 (existen muchas otras ediciones en español de esta obra).
[57] Cfr. Thomas Hobbes, Leviatán, FCE, México, 1986. A este respecto es necesario atajar un posible malentendido. La laicización de la política en el Renacimiento y la Edad Moderna no consistió en una suerte de ateísmo militante, como sí llegó a suceder en la Ilustración francesa (siglo XVIII). Autores como Maquiavelo y Hobbes eran hombres de profunda fe religiosa. Simplemente, el problema era otro: intentar explicar el funcionamiento de la política sin tener que recurrir a las verdades de la fe. Aunque Hobbes en su obra hace continua referencia a un orden político deseado por Dios, la soberanía y la legitimidad políticas son explicadas sin referirse a la entidad divina. En esto consiste el paso de una interpretación «trascendental» de la política (que busca las razones de la política más allá de los hombres) a una interpretación «inmanente» (que busca las razones de la política en los hombres mismos).